Las primarias de los partidos nos han deparado desde diciembre pasado el “mayor espectáculo del mundo”. Aunque el “supermartes” del 5 de febrero, cuando 24 Estados celebraron simultáneamente las suyas, haya sido el momento álgido, continuará la carrera hasta las últimas de Puerto Rico, el 7 de junio. El mundo entero las está siguiendo, consciente de su influencia planetocrática. Causa admiración y desconcierto su aparente desorden: cada Estado, cada partido, tiene sus propias reglas, sólo subordinadas al requisito constitucional del sufragio universal sin discriminación alguna.
Llama la atención el contraste con la uniformidad de los sistemas centralizados y estatales de las elecciones europeas, y por extensión de las del resto del mundo. Es la democracia en acción desde abajo hacia arriba, tan característica de todos los fenómenos sociales en Estados Unidos. ¿Qué pasaría en España, por ejemplo, si cada circunscripción electoral pudiera determinar sus propias reglas electorales y si los partidos tuvieran que presentar sus candidatos en cada una de ellas? No es posible en un sistema electoral de representación proporcional, en el que figuran tan sólo las listas de los partidos (sin que muchas veces los electores conozcan a los candidatos por los que votan) y que se convierte en un plebiscito de su jefe y del programa político que propone (frecuentemente más simbólico que sustancial).
Lo mismo ocurre en EE UU con las elecciones mismas, tanto presidenciales como legislativas: cada distrito adopta incluso hasta el procedimiento electoral que prefiera, ofreciendo así el resultado caótico y las consecuencias negativas que siguieron a las elecciones de 2000. No es más que la consecuencia del sistema de gobierno local de EE UU: no hay dos ciudades ni dos comarcas que tengan la misma constitución municipal. Cada una decide a su propia manera y a su propia conveniencia su particular sistema. Incluso…