La vitalidad política de Estados Unidos se manifiesta en la manera en que la nación debate durante generaciones las mismas cuestiones y en las constantes y sorprendentes metamorfosis de sus ecuaciones electorales. Todo parecía «atado y bien atado» en 2008, con la victoria electoral del Partido Demócrata que ganó la presidencia y una decisiva mayoría en ambas cámaras; y con lo que significó, en el contexto de un latente racismo, la elección de un presidente negro, joven, altamente inteligente y carismático. Apenas un año y medio después parece como si todo hubiese cambiado: cae precipitadamente la popularidad de Barack Obama mientras que la mayoría demócrata es incapaz de superar la parálisis sistémica del Congreso.
La desilusión que los sondeos arrojan respecto al presidente obedece a varias causas. Ante todo, hay que recordar que la elección de Obama se debió en gran parte al voto juvenil que además de haber aumentado decisivamente en el censo electoral votó en dos terceras partes a su favor. En segundo lugar, la vocación conciliatoria del presidente ha alienado a toda la izquierda del partido, en la que milita el bloque juvenil.
La opinión pública no ha entendido que el salvamento financiero de Wall Street era necesario no ya para las grandes empresas financieras de Nueva York, sino también para la salud de todo el sistema financiero del país.