La elección de Barack Obama ha sido algo tan maravilloso en la triste historia racial de Estados Unidos y, más allá de la cuestión racial, ha elevado a la presidencia tantas esperanzas, ilusiones y expectativas, después de la pesadilla de los últimos ocho años de gobierno republicano, que da pena verle enmarañado en las inevitables contiendas políticas de los partidos. Todos los presidentes han gozado de la “luna de miel” de sus primeros 100 días; la de Obama no ha pasado de la semana. Ha subido al poder precisamente en el momento en que la crisis económica comienza a sentirse por todo el país, las empresas grandes y pequeñas no encuentran crédito, aumenta el paro y la producción se estanca a medida que se reduce el consumo.
Ha heredado la crisis financiera, tan increíble por su generación como alarmante por su amplitud, al mismo tiempo que la controvertida solución que le dio su predecesor: los 700.000 millones de dólares del plan Paulson para restablecer la capacidad financiera de Wall Street. Durante su campaña electoral prometió, además, un programa adicional de “estímulo” para frenar la crisis económica (mediante ingentes programas de infraestructura, investigación de fuentes alternativas de energía, exenciones fiscales para las empresas y generosos subsidios a los Estados, acuciados por el equilibrio presupuestario que requieren sus constituciones, que en su conjunto generarían cuatro millones de puestos de trabajo) y para asegurar el consumo mediante ayudas alimenticias, extensión del seguro de desempleo, ampliación de la sanidad pública y reducción de impuestos para el 95 por cien de las clases trabajadoras.
Ahora se enfrenta con una opinión pública universalmente soliviantada contra la banca y con un Congreso que, lejos de reflejar el triunfo electoral de su partido, manifiesta una preocupación cada vez mayor por la cuantía de ambos programas. La flotación de…