Después de la cumbre de Helsinki, la ampliación de la Comunidad entra en su fase de lanzamiento. El Consejo Europeo de diciembre ha abordado tres grandes asuntos: la creación de un cuerpo de ejército; la integración de los Estados del centro y del este de Europa; y último, pero más importante, la reforma de las instituciones europeas, necesitadas de cambios radicales. Se trata de establecer un nuevo acuerdo para aclarar quién decide en la Unión, con qué límites, qué controles y plazos. Los mecanismos diseñados a mediados del siglo XX para seis naciones ricas no valen para una unión de treinta naciones en el siglo XXI.
Si Europa quiere tener unas instituciones y una verdadera dirección común, habrá que articular otros centros de decisión. Una Europa de veintitantos Estados integrará sociedades limítrofes con el ámbito ruso o asiático, que nunca hasta ahora conocieron sistemas democráticos ni economías modernas. El problema institucional afecta, más que ningún otro, a la entidad de Europa, a lo que Europa quiere ser. La Conferencia Intergubernamental convocada tratará de aclarar el futuro del proyecto europeo: si, a la larga, ese conjunto de naciones avanza hacia la unidad, es decir hacia una formación superior distinta del Estado nacional pero equivalente a él en su capacidad soberana e integrada, se habrá dado el paso decisivo. Aunque sepamos que una gran parte de las resoluciones hayan de adoptarse a escala regional. Si por el contrario el esfuerzo de integración europeo llevado a cabo desde 1952 desembocara en un simple mercado más amplio, con reglas comunes y sin barreras entre sus miembros, estaríamos no sólo ante un proyecto mucho más modesto, sino de significado opuesto al proyecto original.
La cuestión central se resume en este punto aunque los debates de la Unión Europea, a puerta cerrada y sin actas, no…