Al cierre de esta edición, aviones norteamericanos y británicos bombardeaban Bagdad; y Rusia ensayaba, con sorprendente precisión, tres misiles intercontinentales. Mientras, Estados Unidos y la Unión Europea (UE) hacían patentes sus diferencias, tanto respecto al escudo antimisiles que Washington quiere desplegar, como sobre una capacidad autónoma de defensa por parte de los europeos. A las revelaciones sobre el uso de uranio empobrecido durante la campaña de Kosovo en 1999, se sumaban las primeras declaraciones de la nueva administración norteamericana. En la conferencia anual de seguridad de Munich –la Werkunde– el secretario de Defensa, Ronald Rumsfeld, confirmaba las prioridades del presidente Bush y su opción unilateralista.

Las cuestiones de seguridad vuelven así al centro de la agenda internacional, con la perspectiva de renovadas tensiones que alejan la posibilidad de la mayor cooperación entre las naciones que exige la naturaleza global de los nuevos problemas: pobreza, medio ambiente, inmigración, refugiados, enfermedades contagiosas, proliferación o delitos cibernéticos. La evolución de los años noventa, con la emergencia del concepto de “seguridad humana” –más amplio que la tradicional definición de las amenazas contra la paz y la seguridad internacionales– en que se ampararon las intervenciones en Kosovo, Timor Oriental o Sierra Leona, y la idea de una justicia global –ilustrada por el caso Pinochet– quizá se haya detenido. Sin una amenaza ideológica de carácter global, comparable con la existente durante la guerra fría, no parece haber razones que justifiquen la nueva obsesión defensiva. Es innegable el atractivo político y psicológico que representa para los norteamericanos la idea de una protección absoluta –por falsa que sea– mediante un sistema antimisiles. Pero se desconocen las implicaciones de ese hecho para la estabilidad mundial.

Una década después del fin de la guerra fría, EE UU parece moverse por la misma lógica de entonces respecto a su preeminencia internacional….