Consolidar la libertad es tan necesario como afrontar las necesidades económicas y sociales de los miles de jóvenes que han salido a la calle exigiendo más dignidad y oportunidades. Es necesario desconfiar de los análisis globales y se debe ir caso por caso.
La oleada revolucionaria en el mundo árabe ha sido, en cierto modo, una sorpresa. Si bien es verdad que analistas y centros de investigación señalaban desde hacía tiempo los graves problemas estructurales de los países del norte de África y de Oriente Próximo, nadie se aventuró a predecir que, en pocas semanas, masivas protestas ciudadanas y en cadena serían capaces de derrocar a los presidentes de Túnez y Egipto, de provocar una guerra civil en Libia y de forzar a regímenes como los de Marruecos o Jordania a mover ficha y promover reformas para frenar el descontento social. Aun sin saber cuál será el desenlace final y el alcance de este efecto dominó, es obvio que nada volverá a ser como antes.
El acto reivindicativo del joven tunecino Mohamed Buazizi quemándose a lo bonzo pasará a la historia por haber encarnado la frustración colectiva de una generación entera carente de oportunidades y perspectivas de futuro. Un acto extremo que, como es bien sabido, se convertiría en el detonante de unas revueltas espontáneas que, por no tener, no tenían ni una hoja de ruta clara y definida, ni tampoco unos liderazgos capaces de aglutinar la diversidad de demandas. Unas movilizaciones que incluso descolocaron por completo a la (débil) oposición y a los actores políticos tradicionales, que tardaron en reaccionar.
Aunque es temprano para realizar un análisis completo y sosegado sobre las causas de esta primavera árabe, ya se vislumbran algunos elementos comunes que dan cuenta del despertar democrático –aún por concretarse– que vive la región….