Por primera vez en décadas Brasil no cuenta con una estrategia de política exterior, lo que se ha traducido en una especie de parálisis que contrasta con las políticas de Lula y Rousseff. No ayuda la poca simpatía que despierta el gobierno de Michel Temer en la escena global.
Cuarenta días después de la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, no se había producido ni una sola llamada telefónica suya al presidente de una nación que se acostumbró, al menos entre 2003 y 2015, a ser considerada protagonista de prestigio consolidado en el escenario global.
Me refiero a mi país, Brasil. El aislamiento coincidió con el proceso parlamentario –en realidad, un golpe institucional– que liquidó el mandato de la presidenta Dilma Rousseff, en un largo y desgastante litigio que empezó en marzo y culminó en el último día de agosto de 2016.
Michel Temer, al asumir la presidencia, primero como interino y luego confirmado como presidente efectivo en un más que polémico proceso en el Congreso, optó por recuperar una costumbre que había sido abandonada durante las presidencias de Luiz Inácio Lula da Silva (2003-10): nombrar ministro de Relaciones Exteriores a un político y no a un diplomático.
El nombramiento del senador José Serra para el cargo se debió, mucho más que a sus aptitudes o su experiencia en materia de relaciones internacionales, a un acuerdo con su agrupación política, el Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB). Beneficiar a un aliado potencial con cargos, puestos y partidas presupuestarias, y de esa forma obtener mayoría en el Congreso, es una práctica habitual en el sistema político brasileño.
En el caso específico de Serra, el ministerio de Relaciones Exteriores fue, en realidad, una especie de consuelo. El senador prefería la cartera de Economía o, en última instancia, la de Planificación….