Biografía (y radiografía) intelectual de Enrique Krauze
No lo turba la fama, ese reflejo
de sueños en el sueño de otro espejo (…)
Libre de la metáfora y el mito
labra un arduo cristal; el infinito
mapa de aquel que es todas sus estrellas”.
Jorge Luis Borges, “Spinoza” (1964)
En Un arco iris en la noche, su libro de 2009 sobre el nacimiento de Sudáfrica y el fin del régimen de apartheid que impusieron los descendientes de los colonos neerlandeses que desembarcaron en 1652 en el cabo de Buena Esperanza, Dominique Lapierre señaló que las guerras de Flandes (1568–1648) fueron, en realidad, una cruzada religiosa entre los seguidores de la nueva religión predicada por Lutero y Calvino, por un lado, y la Roma papista, por el otro.
Desde Ginebra, Calvino envió a las provincias rebeldes miles de ejemplares de sus manifiestos que, entre otras cosas, sostenían que Dios había elegido expresamente a ciertas personas y pueblos para que tuvieran dominio pleno sobre la creación. Así como los antiguos hebreos habían conquistado la tierra de Canaán cumpliendo designios divinos, los hijos e hijas de la Reforma eran el nuevo Israel, elegido por el “señor de los ejércitos” para liberar sus tierras del dominio de la tiara papal.
En su lectura providencialista de la historia, los calvinistas vieron en Willem van Orange (1533-1584), fundador de la casa de Orange-Nassau, a su Moisés, enviado para liberarles de su cautiverio. La Republiek der Seven Verenigde Nederlanden era la nueva Sión, aseguraba el Gedenck-Klanck, el juramento republicano de lealtad.
El siglo de oro neerlandés
En el siglo XVII, a lo largo de la costa del mar del Norte, las tierras bajas y sus ciudades vivieron una era de esplendor que quedó reflejada en los lienzos de Rembrandt, Frans Hals, Vermeer y Bruegel. Hasta 1740, el comercio exterior de las siete provincias neerlandesas excedió en volumen al de cualquier otra potencia del Viejo Continente. En 1653, el valor del cargamento que comerció su marina mercante superó el presupuesto de la Francia de Luis XIV.
Ámsterdam se convirtió en un centro cultural, artístico y financiero que atrajo a mercaderes y banqueros, del Báltico al Mediterráneo. Y entre ellos, a los miembros del pueblo del que hablaban las Escrituras que veneraban los calvinistas: los judíos de Sefarad que, como menonitas, pietistas o hugonotes encontraron refugio en la joven república. La expresión “naçao portugueza o hespanhola, hebreas”, aparece por primera vez en los registros mercantiles de Amberes en 1511.
Ulrico Zwinglio (1484-1531), teólogo y líder de la reforma protestante suiza, basaba sus sermones en los libros de la biblia hebrea, una lengua que aprendió de rabinos askenazíes. En 1615, tras un informe jurídico favorable de Hugo Grotius, los Estados Generales otorgaron libertad de culto a la naçao. Los antiguos conversos se convirtieron en “judíos nuevos” que ya podían vivir sin fingir.
En 1676, cuando contaba con más de 2.500 miembros de unas 400 familias, la comunidad sefardí inauguró la suntuosa Esnoga, la mayor sinagoga de Europa. Sus casi 300 casas editoriales publicaban biblias en cuatro idiomas: neerlandés, judeoespañol, portugués e inglés.
Ni judíos ni cristianos
De ese mundo provino Baruch Spinoza, el más grande de los filósofos modernos, según Ernest Renan. En su gran prosperidad, escribió Spinoza, Ámsterdam recogía los “frutos de su libertad”. Años después de que en julio de 1656 fuera excomulgado por sus rabinos, que le acusaron de materialismo e impiedad, el filósofo recibió una pensión de cien florines anuales del staadholder, Jan de Witt.
Spinoza redactó en judeoespañol su defensa, un escrito que se extravió pero que revelaba sus orígenes familiares en la villa burgalesa de Espinosa de los Monteros. Según escribe Will Durant en The Story of Philosophy (1942), el abuelo y el padre del filósofo se mudaron primero de Beja a Nantes y en 1593 a Ámsterdam. En su sinagoga, el joven Spinoza estudió la Torá, el Talmud, a Maimónides y Hasdai Crescas, que escribió que el universo de la materia era el cuerpo de Dios.
Muchos de los judíos nuevos –como Uriel da Costa, “hebreo de nación, primero cristiano, después judío y después ni judío ni cristiano”– traían consigo una tradición contestataria con el cristianismo que no tardó en cuestionar el judaísmo rabínico ortodoxo, una actitud que desembocó en el deísmo de la Ilustración.
Spinoza creía, entre otra cosas, que Dios no es más que el invariable orden que sostiene el universo. En ese sentido, los sefardíes “amstoledanos” fueron los primeros judíos modernos o, al menos, los primeros en anunciar el comienzo de la modernidad en el judaísmo europeo.
‘More geometrico’
El Dios de Spinoza es un ser infinito, indiferente y privado de atributos humanos cuya existencia intentó probar more geometrico, es decir, con axiomas, escolios y corolarios. En su muy bien conservada biblioteca de Rijnsburg, al lado de obras de Epícteto, Séneca y Cicerón, figuran libros de Cervantes, Quevedo, Gracián y Góngora, a quien cita en su Ética.
En 1977, en Mundo Judío, Salvador de Madariaga escribió que los eruditos protestantes –que habían querido siempre “deshispanizar a prohombres que llevaban sus nombres con garbo de Castilla”–, habían suprimido la E inicial de su apellido y sustituido el original “Benito”, o “Bento”, por el “Baruch” hebreo.
Pero Spinoza, un heterodoxo radical, difícilmente hubiese logrado vivir –o sobrevivir– en el mundo hispánico tradicional. Según escribe Harry Wolfson en The Philosophy of Spinoza (1962), su ruptura filosófica está menos en su invención que en su osadía, por lo que su obra está en el gozne –o quizás es el gozne mismo– de la historia intelectual de Occidente.
Cuentas del alma
En Los profetas y el mesías (1998), el filósofo mexicano Francisco Gil Villegas señaló que cada sociedad tiene una idea “relativamente natural” del mundo en la que ella misma se incluye, por lo que no percibe cosas que captan mejor quienes pueden tomar una distancia crítica y desde una condición fronteriza.
Esa perspectiva es especialmente notoria en historiadores judíos latinoamericanos como Enrique Krauze (ciudad de México, 1947), discípulo de Octavio Paz, editor y autor de libros clave sobre políticos e intelectuales públicos mexicanos: la “biografía del poder”, como titula uno de los volúmenes de su trilogía histórica de México. Hasta ahora, sin embargo, no había abundado sobre su identidad e historia judías, nunca negadas pero tampoco expuestas.
Con su último libro parece cumplir, a los 75 años, el precepto (mitzvot) del Jeshon Hanefesh, literalmente un “balance del alma”. Entre otras escenas, Krauze describe sus viajes con su padre a Polonia en 1989 y 1996 para la exhumación de las lápidas del cementerio judío de Bialystok, vandalizado por los nazis y donde yacían sus ancestros.
El texto transcribe casi siete años de conversaciones con el ensayista español José María Lassalle, y en sus más de 700 páginas traza un aprendizaje intelectual, la evolución de un pensamiento político y el proceso de formación de un historiador. El formato elegido recrea la que Krauze llama la “cultura de la conversación” y que reivindica como una de las bellas artes.
El hilo conductor de su obra es, precisamente, una serie de conversaciones, lecturas, polémicas, conjeturas y hallazgos. El libro de las conversaciones es, en realidad, varios libros: unas memorias pero también un alegato en forma del diálogo, un álbum familiar y una galería de heterodoxos. Personas e ideas, como tituló un viejo libro de entrevistas.
Rebeliones y apostasías
El libro comienza con una evocación de su infancia y adolescencia en la Condesa, la colonia capitalina en la que nació y creció en una familia de varias generaciones de judíos polacos por parte paterna y materna. En El escritor y el poder (1979), Octavio Paz, maestro y mentor de Krauze, señaló que la voz del escritor nace de un desacuerdo con el mundo o consigo mismo.
Esas dudas se las inculcó, platicando con él en las bancas del parque México de la Condesa, su abuelo paterno Saúl, que sabía de memoria algunos escolios de la Etica y del Tractatus theologico-politicus. Según Krauze, para el filósofo sefardí Felipe II, que había condenado a su familia a acumular éxodos en una búsqueda incesante de libertad, era el emblema del absolutismo teológico-político y enemigo secreto de su Tractatus.
En sus pequeños pueblos –shtelts polacos, lituanos, ucranianos…–, los intelectuales judíos de la generación de su abuelo vieron en la vida y obra Spinoza un símbolo de su propia emancipación, humanista y secular. No es extraño. De la crítica spinoziana se desprende una radical defensa de la libertad de conciencia.
Los padres y abuelos de Krauze respetaban las tradiciones judías, hablaban yídish y rendían culto a su literatura, aunque no tanto a su religión. Su observancia religiosa se limitaba a asistir a la sinagoga para celebrar Rosh Hashaná y Yom Kipur, las fiestas mayores del calendario judío. La fe de sus abuelos en la Unión Soviética se derrumbó tras el asesinato de los poetas Solomón Mijoels e Itzik Fefer en la prisión de Lubianka en 1952 por órdenes de Stalin. Cuando ambos visitaron México en 1943, Saúl escuchó recitar a Fefer un poema en el que decía haber “bebido la dicha de la copa de Stalin”.
A veces piensa, comenta Krauze a Lassalle, que si los Spinoza hubiesen arribado a la Nueva España en lugar de a los Países Bajos, la historia de la filosofía en Occidente hubiese sido muy distinta, sobre todo si hubiesen caído en manos del Santo Oficio o tenido que vivir una vida de disimulo, con miedo a ser descubiertos.
Viejas y nuevas patrias
El México de Lázaro Cárdenas (1934-1940) fue para los judíos askenazis y sefardíes, y para muchos otros exiliados, como los republicanos españoles, una tierra prometida, hospitalaria y acogedora. Los Krauze olvidaron pronto la die alte Heim (el viejo hogar), convertido en un vasto cementerio judío, y se hicieron profundamente mexicanos, en todo menos el credo religioso.
Quizá por la ausencia católica y barroca en sus biografías, se convirtieron en fieles creyentes de su religión cívica, que es su historia, “una forma inocente de mexicanismo cultural, de patriotismo”, como llama el culto a Juárez y las celebraciones del 5 de mayo y del 16 de septiembre, incidentalmente su cumpleaños. Cuando Krauze era niño, solo hacía 30 años que había concluido la mítica revolución de 1910, cuyas leyendas recreaban radionovelas que incluían canciones, dramatizaciones y anécdotas que inspiraron en el futuro historiador una vitalicia pasión por sus personajes.
A lo largo del libro, la biografía del autor se van entretejiendo con sus recuerdos de figuras como Paz y Daniel Cosío Villegas, fundador del Fondo de Cultura Económica y de El Colegio de México y al que Krauze describe como un “liberal de museo” que dedicó su vida a edificar en México una “democracia sin adjetivos”. Su mirada se extiende a la Patria Grande, en la que dice creer con firmeza, con fascinantes retratos y diálogos con Borges, Enrique Lihn, Guillermo Cabrera Infante y Mario Vargas Llosa, entre otros escritores e intelectuales.
Serendipias
El de Krauze, sin embargo, no es un liberalismo spinosiano, geométrico, y tampoco el de un converso que haya sentido la necesidad de expiar antiguas culpas ideológicas. La devoción por Spinoza le inspira, señala Jesús Silva-Herzog en Letras Libres, una idea de libertad profunda, la que se entrega al asombro.
A Constanza Lambertucci y Francesco Manetto, de El País, el autor comenta que la conversación con Lassalle es en realidad el libro que ha venido “no escribiendo” toda su vida y que ahora, al contar “cómo no lo escribió”, de alguna forma lo escribe. Cuando terminó de revisar las pruebas finales del texto, cuenta, fue a buscar unos papeles a su viejo archivo, donde encontró una hoja con un poema en lápiz que escribió cuando murió su abuelo Saúl. Para su sorpresa, también se titulaba “Spinoza en el Parque México”. Cosas de la serendipia, esos curiosos hallazgos inesperados que se producen cuando se busca otra cosa.