El presidente bielorruso, Alexander Lukashenko, provocó la indignación internacional el 23 de mayo al desviar un avión civil que sobrevolaba territorio bielorruso en ruta entre dos capitales de la Unión Europea (Atenas y Vilna) para forzar el aterrizaje y detener al periodista y activista Roman Protasevich y su compañera Sofia Sapega. La confesión de Protasevich –presumiblemente a través de coacciones– se emitió en la televisión estatal bielorrusa y fue ampliamente vista por los ciudadanos europeos gracias a la cobertura mediática internacional.
Estos acontecimientos son el último episodio de la crisis política abierta en Bielorrusia desde las elecciones del 9 de agosto de 2020. El país, situado entre la UE y Rusia, ha vivido desde entonces una movilización popular sin precedentes tras unas presidenciales irregulares en las que Lukashenko, en el poder desde 1994, obtuvo su sexto mandato con más del 80% de los votos.
El régimen reaccionó a las protestas pacíficas con violencia y la represión no ha cedido en el último año. Desde agosto de 2020, más de 35.000 bielorrusos han sido detenidos, varios manifestantes han muerto y más de 2.000 han sido torturados. A 22 de junio de 2021, había 501 presos políticos en Bielorrusia, y el número va en aumento. La represión ha eliminado las manifestaciones callejeras, pero la protesta ha adoptado nuevas formas.
El otoño pasado se esperaba que el régimen fuera derrocado, pero sobrevivió debido sobre todo a cuatro factores, además de la represión. En primer lugar, el aparato policial se ha mantenido en su mayor parte leal a Lukashenko. Segundo, los miembros del poder vertical –nombrados personalmente por el presidente– también se mantuvieron a su lado. La lealtad se garantizó mediante incentivos financieros, purgas y el nombramiento de agentes de las fuerzas del orden en puestos clave. Tercero, el presidente contaba con el apoyo…