Biden y el regreso del catolicismo liberal
“Un pueblo es una multitud definida por los objetos comunes de su amor”.
Agustín de Hipona, De civitate dei (426 d. C.)
Cuando Donald Trump presidió en 2020 el National Prayer Breakfast –la jornada anual de oración que congrega en Washington a líderes religiosos y políticos en un acto ecuménico–, la derecha evangélica parecía estar en su apogeo, con uno de sus más firmes aliados en la Casa Blanca y una sólida mayoría de jueces conservadores (seis de nueve) en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Los adeptos de dicha iglesia suponen, según diversas estimaciones, el 36% de los votantes republicanos registrados, cuya participación electoral raramente baja del 85%.
En The Power Worshippers (2020), Katherine Stewart sostiene que el objetivo último de los sectores más radicales del “nacionalismo cristiano” es la captura del poder político para sustituir las instituciones y principios fundacionales de la república por su particular religión política, una mezcla de integrismo evangélico, supremacismo racial y autoritarismo xenófobo.
La ceremonia de inauguración de Joe Biden, el segundo presidente católico de EEUU desde John F. Kennedy (1960-63), supuso un jarro de agua fría para dicha corriente, aunque tuvo también un indeleble tono religioso, tratándose de un político que siempre se ha mostrado orgulloso de su fe y su herencia irlandesa y que nunca se desprende de un rosario que perteneció a su hijo Beau (1969-2015), en una religiosidad distintivamente católica.
En el acto, un jesuita invocó la ayuda divina y Biden citó un pasaje de la Ciudad de Dios de san Agustín y unos versos del himno católico On eagle’s wings. Los invitados reflejaban las diversas herencias católicas del país: el presidente del Tribunal Supremo, John Roberts, la irlandesa; Lady Gaga y Nancy Pelosi, la italiana, y Jennifer López y la jueza Sonia Sotomayor, la latina. Garth Brooks cantó Amazing grace, en solitaria representación de la vertiente protestante de la nación, aún mayoritaria pero en claro declive.
Pese al avance del secularismo, la asistencia a iglesias, sinagogas, mezquitas y templos hinduistas y budistas sigue siendo alta en relación a otros países desarrollados. Según los sondeos de Eurobarómetro, el 40% de los franceses, el 34% de los suecos y el 30% de los holandeses dice “no creer en ninguna clase de dios, espíritu o fuerza sobrenatural”. En EEUU no llegan al 15%.
Tocqueville ya observó en La democracia en América (1840) que las congregaciones religiosas creaban el tejido social y cívico. En enero de 2019, en su toma de posesión, los nuevos congresistas juraron sobre biblias cristianas y hebreas, el Corán, los Vedas hindúes y las Sutras budistas.
Vieja religión, nuevo mundo
Según escribe Mark Noll en The Old Religion in a New World (2002), hasta bien entrado el siglo XX, la mayoría protestante anglosajona consideraba el catolicismo como algo profundamente ajeno a sus valores políticos, una especie de “quinta columna papista” que ponía a sus fieles bajo permanente sospecha. Las suspicacias solo comenzaron a disiparse durante la Segunda Guerra Mundial por la masiva presencia de católicos de ascendencia irlandesa, italiana y polaca en las tropas, y sobre todo por el aggiornamento del Concilio Vaticano II, cuyas declaraciones Gaudium et Spes y Dignitatis Humanae sellaron la reconciliación entre el catolicismo y la modernidad política.
La desconfianza era mutua. En su encíclica Testem Benevolentia (1899), León XIII condenó el “americanismo” por su insistencia en las libertades civiles, políticas y religiosas. De los 15 presidentes que tuvo la Unión entre 1881 y 1961, 13 eran fieles de las denominaciones del Mainline protestante: episcopalianos, baptistas, metodistas y presbiterianos. De los otros dos, uno era cuáquero y el otro unitario.
Los cambios demográficos alteraron ese orden de cosas. En 1945, los católicos rondaban los 25 millones. En 1965, superaban los 45. Hoy la católica es de lejos la Iglesia con mayor número de fieles. En la campaña de 1960, Kennedy –que en 1939 asistió a la entronización en Roma de Pío XII– fue objeto de una feroz campaña anticatólica que le obligó a “privatizar” su catolicismo y prometer solemnemente que nunca recibiría instrucciones de ningún prelado.
El entonces arzobispo de Nueva York, Francis Spellman, apoyó a Richard Nixon, un cuáquero. Solo en 1984, bajo la presidencia de Ronald Reagan, EEUU y el Vaticano establecieron relaciones diplomáticas.
La izquierda religiosa
Desde entonces, el avance católico ha sido imparable. Por tercera legislatura consecutiva, exalumnos de colegios y universidades jesuitas suman el 10% de los congresistas, 13 senadores y 42 miembros de la Cámara de Representantes. George W. Bush, que en 2004 recibió el 54% del voto católico, forjó una sólida alianza entre evangélicos y católicos conservadores, similar a la que prevalece en Texas, su Estado natal. Barack Obama bebió de la oratoria religiosa de las iglesias baptistas afroamericanas para impregnar de espiritualidad y vocación social sus discursos. Biden, por su parte, cree en una religiosidad centrada en obras prácticas de caridad y justicia y no en las llamadas “guerras culturales”.
En el Congreso, la izquierda religiosa –una constelación de sensibilidades más que un bloque político distintivo– incluye figuras como Alexandria Ocasio-Cortez, Raphael Warnock, pastor de la misma iglesia baptista a la que perteneció Martin Luther King y primer senador negro por Georgia; Jon Osnoff, primer senador judío por Georgia y discípulo de John Lewis, uno de los iconos del movimiento de derechos civiles; y Cori Bush, primera congresista negra por Missouri y activista del movimiento Black Lives Matter. La madre del nuevo secretario del departamento de Seguridad Interior, Alejandro Mayorkas, de origen cubano, sobrevivió al Holocausto.
El rostro visible del catolicismo en EEUU es hoy el de personajes populares como el presentador Stephen Colbert o estrellas de la música como Bruce Springsteen, lo que conforma una alianza multirracial similar a la que impulsó la campaña presidencial de Robert Kennedy en 1968.
«Biden cree en una religiosidad centrada en obras prácticas de caridad y justicia y no en las llamadas ‘guerras culturales’»
Hasta los años setenta, la motivación religiosa para el activismo político obedecía más a tendencias liberales que conservadoras, una tradición que se remontaba a la lucha abolicionista del siglo XIX y a la de los derechos civiles de mediados del siglo pasado. Con sus cartas sobre la paz mundial de 1983 y sobre la justica económica y social de 1986, la Conferencia Episcopal, presidida entonces por el cardenal Joseph Bernardin, participó plenamente en esa corriente.
Ya en los años treinta, el llamado “evangelio social” del sacerdote John Ryan, redactor del programa de reconstrucción social que defendieron los obispos católicos, propuso el salario mínimo, programas de vivienda de protección oficial y el seguro de desempleo. Ryan terminó siendo un importante asesor de Franklin Roosevelt. Jacques Maritain, el filósofo católico francés cuya obra influyó poderosamente en el Concilio II, escribió Christianity and Democracy (1943) en su exilio en Nueva York.
La obra del jesuita John Courtney Murray, por su parte, fundamentó la nueva doctrina conciliar sobre libertad religiosa. En los años setenta, el también jesuita Daniel Berrigan se hizo famoso por su activismo contra la guerra de Vietnam.
Una casa dividida
Todo ello comenzó a cambiar en los años ochenta con la presidencia de Reagan y los pontificados de Karol Wojtyla –que visitó EEUU en 1979, 1987, 1993, 1995 y 1999– y Joseph Ratzinger, que propiciaron el acercamiento a los valores del fundamentalismo evangélico eligiendo a obispos conservadores para las principales diócesis de EEUU, algunos de los cuales terminaron implicados en escándalos de pederastia, como el arzobispo de Boston, Bernard Law, y el de Washington, Theodore McCarrick.
Pero otra vez los tiempos están cambiando. Para las comunidades marginadas, minorías étnicas y la población inmigrante, las organizaciones benéficas católicas son unas de los pocos aliados con los que cuentan. Además, Biden tiene a su favor un factor determinante: un aliado en el Vaticano. Jorge Mario Bergoglio, que ha nombrado a tres de los actuales cardenales de EEUU, quiere reducir la influencia de los sectores tradicionalistas.
No es casual. El pasado 17 de noviembre, el arzobispo de Los Ángeles, José Gómez, presidente de la Conferencia Episcopal, anunció la formación de un grupo de teólogos y obispos que examinará la “compleja y difícil situación” creada por un presidente católico sin “sintonía” (out of sync) con las enseñanzas de la Iglesia sobre asuntos como el aborto y el matrimonio homosexual. Sobre ambos, la postura de Biden se ajusta a la ortodoxia demócrata de respeto a las sentencias del Tribunal Supremo de 1973 y 2015.
«La Conferencia Episcopal de EEUU ha anunciado que examinará la ‘compleja y difícil situación’ creada por un presidente católico sin ‘sintonía’ con las enseñanzas de la Iglesia sobre asuntos como el aborto y el matrimonio homosexual»
Tras el asalto al Capitolio, el cardenal Gómez emitió un breve comunicado de 124 palabras en la que no nombró a Trump ni condenó a los asaltantes. Medios como EWTN, Church Militant y Life Site News, portavoces oficiosos del cardenal Raymond Burke y el exnuncio Carlo María Vigano, apoyaron incluso a las turbas.
El día de la inauguración de Biden, Gómez publicó una inusual declaración de 1.250 palabras en la que advertía que el presidente se ha comprometido con políticas que supondrían “graves males morales” en terrenos como la contracepción, la familia y las cuestiones de género.
La revista jesuita America citó a un alto funcionario vaticano que calificó la carta de “profundamente desafortunada”. En una reacción también poco habitual, el cardenal Blase Cupich, arzobispo de Chicago, dijo que la declaración había sido inconsulta y “mal concebida” por el momento en que se produjo y su lenguaje conflictivo. El cardenal Wilton Gregory, arzobispo de Washington, ha dicho que no piensa denegar la comunión a Biden para no “politizar la eucaristía”, negando que la práctica de la fe de Biden sea un asunto que concierna a la Conferencia Episcopal.
Agnosticismo constitucional
Este clima de enfrentamiento da especial relevancia al último libro de Massimo Faggioli, profesor de historia de la Iglesia de la Universidad Villanova de Roma y uno más perspicaces analistas del pontificado de Francisco y del mundo católico contemporáneo, sobre el que escribe con erudición e íntimo conocimiento.
El autor, residente en EEUU desde 2008, está convencido de que la elección de Biden es la noticia del mundo católico más importante desde la propia elección del Papa argentino, porque el triángulo de las relaciones entre la Casa Blanca, el Vaticano y la Iglesia católica estadounidense es una dimensión esencial para entender el actual marco político y religioso global.
Su red de 220 universidades católicas, única en el mundo, y el medio millar de hospitales asociados a la Catholic Health Association, que provee servicios médicos a unas 95 millones de personas, escribe Faggioli, dan a la Iglesia un papel de primera línea en lo que va suceder en los próximos cuatro años.
«Al presidente de EEUU y al Papa les une, según Faggioli, el optimismo y su común pasión por el diálogo»
Al presidente y al Papa les une, añade Faggioli, el optimismo y su común pasión por el diálogo. Biden es solo el cuarto católico en presentarse a unas elecciones presidenciales después de Al Smith en 1928 y John Kerry en 2004, por lo que el Vaticano tiene un especial interés en que tenga éxito. Smith perdió incluso en Nueva York, donde fue gobernador entre 1919 y 1920.
Según Faggioli, los obispos conservadores no ganaron nada con Trump y han visto, más bien, dañada su autoridad moral por su “agnosticismo constitucional”. Los jueces católicos del Tribunal Supremo han dejado claro que la derogación de la sentencia Roe vs. Wade de 1973 sobre el aborto no se logrará por medios judiciales.
Biden, según Faggioli, es un católico devoto, no un fanático religioso. En una entrevista que concedió a America en 2015, dijo que él nunca intentará imponer sus convicciones religiosas a nadie. Cuando Vigano pidió en 2018 la renuncia de Francisco, dos docenas de obispos en EEUU lo apoyaron. Ninguno, recuerda Faggioli, se ha retractado o disculpado aún por ello.