En todas las épocas los seres humanos han albergado esperanzas, pero, sobre todo, temores ante los albores de un nuevo siglo. Siempre hubo fuentes fidedignas que afirmaban que en el próximo siglo todo sería mucho peor. Sabemos que en las postrimerías del primer milenio muchos esperaban el Juicio Final. Se apoyaban en el libro del Apocalipsis, donde San Juan escribió:
“Vi descender un ángel del cielo que llevaba en la mano la llave del abismo, y apresó a Satán y lo encadenó durante mil años. Pero cuando se cumplan los mil años, Satán quedará liberado de su prisión y reunirá a los pueblos para la guerra.”
Hoy estamos todavía a doce años del segundo milenio. De nuevo, muchos esperan obsesionados esa fecha. Y, en verdad, existen muchos hechos preocupantes.
En primer lugar, quisiera exhortar a la sensatez y a la moderación. No corresponden las escenas del ocaso, pero tampoco la euforia. La política exterior, en particular, no se orienta por el cambio de los años y tampoco –en definitiva– por los estados psicológicos, aun cuando puedan ejercer sus efectos sobre las relaciones exteriores a través de la política interna.
No, la política exterior es determinada en última instancia y, primordialmente, por intereses sensatos y por constelaciones de poder e influencias. Y estas constelaciones sólo se modifican muy lentamente.
Al mismo tiempo, el futuro está abierto. La historia no transcurre acorde con leyes y teorías impuestas por los hombres, sino que se desarrolla libremente por medio de la actividad humana. Por esta razón, según yo lo entiendo, en principio no se puede pronosticar con seguridad el futuro, aunque sí puede ser configurado y, sobre todo, necesita serlo. Toda configuración debe partir de los hechos históricos, una perogrullada que en ocasiones es pasada por alto. No se puede obtener el futuro sobre…