POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 152

Benedicto XVI al final de una audiencia en la plaza de San Pedro en 2006. CORBIS

Benedicto XVI: primer balance de un pontificado en vida

La renuncia de Joseph Ratzinger revoluciona la función papal, que entra a partir de ahora en una categoría moderna de funcionalidad. ¿Cuáles serán las consecuencias para el gobierno de la iglesia?
Antonio Pelayo
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Es la primera vez que podemos afrontar el balance de un pontificado en vida de su protagonista. La decisión anunciada por Benedicto XVI el lunes 11 de febrero tiene dimensiones históricas porque hay que remontarse varios siglos para encontrar un pontífice que renunciase al solio, y en circunstancias muy diversas de las actuales o por razones totalmente distintas.

La lúcida y valiente decisión de Joseph Ratzinger ha suscitado explicaciones de todo tipo, algunas de ellas verdaderamente peregrinas, cuando él mismo ha dado las más pertinentes: “En el mundo de hoy –dijo a los cardenales que le escuchaban atónitos en la Sala del Consistorio del Palacio Apostólico– sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio es necesario también el vigor, tanto del cuerpo como del espíritu; vigor que en los últimos meses ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado”. Nada pues de conjuras y presiones ni enfermedades terminales. “Ya no tengo fuerzas –subrayó en su discurso pronunciado en latín– para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”.

No es la primera vez que en los tiempos modernos un Papa se ha cuestionado su continuidad al frente de la Iglesia. Lo hizo Pío XII ante la hipótesis de su secuestro por las fuerzas del Tercer Reich. Pablo VI en 1976 solicitó a tres canonistas un parecer que fue negativo, mientras Juan Pablo II, con su vocación martirial tan típicamente polaca, descartó la hipótesis de un “Papa emérito para el que no hay puesto en la Iglesia”.

La nota más destacada de este pontificado ratzingeriano será, pues, su retirada llevada a cabo con una humildad y una elegancia que sería mezquino no reconocerle. Renuncia que, además, como se verá muy pronto, revoluciona el modo de entender la función papal como un munus vitalicio y que a partir de ahora entra en las categorías más modernas de funcionalidad.

Este sería uno de los primeros cambios en el modo de ejercer el “primado de Pedro”, que ha sido y será siempre una base esencial de la Iglesia pero que a lo largo de la historia ha sido llevado a la práctica de formas muy diferenciadas y que, por tanto, puede adoptar otras formas de gobierno de la iglesia universal. Esto podría tener consecuencias concretas en el movimiento ecuménico, como ya apuntó Karol Wojtyla en su encíclica Ut unum sint.

La característica más sobresaliente de este pontificado a punto de terminar es, desde luego, su densidad magisterial. Cuando llega a la cátedra de Pedro, Ratzinger tiene a sus espaldas una biografía y una actividad como teólogo sin parangón en la historia de la Iglesia, con más de 30 obras publicadas (de una de las cuales, Introducción al cristianismo, se han publicado centenares de miles de ejemplares en más de 20 lenguas).

La manifestación más alta del magisterio pontificio son las encíclicas. Benedicto XVI ha publicado tres: en la primera, Deus caritas est (2005), afirma: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea sino por el encuentro con un acontecimiento, con una persona que da un nuevo horizonte a la vida y con ello una orientación decisiva”. Le siguió en noviembre de 2007 la Spe salvi, sobre la esperanza. La tercera, Caritas in veritate, lleva la fecha de 29 de junio de 2009 porque su publicación se retrasó al tener que adaptarla a la crisis económica que ya se había adueñado de la esfera mundial. “La Iglesia –afirma– no tiene soluciones técnicas que ofrecer y no pretende de ninguna manera mezclarse en la política de los Estados. No obstante tiene una misión de verdad que cumplir en todo tiempo y circunstancias en favor de una sociedad a medida del hombre, de su dignidad, de su vocación”. Una cuarta dedicada toda ella a la virtud de la fe, estaba muy elaborada y prevista para publicarse en 2013, Año de la fe, pero no se había llegado aún a un texto definitivo.

Entre otros documentos mayores habría también que citar las exhortaciones apostólicas post-sinodales; la primera Sacramentum caritatis (2007), sobre la Eucaristía, y la Verbum Domini (2010), sobre la palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia. En estos casi ocho años de actividad, Benedicto XVI ha pronunciado muchas homilías y discursos, algunos de estos memorables. Recordemos, por ejemplo, la famosa y mal interpretada Lectio magistralis, pronunciada el 12 de septiembre de 2006 en la Universidad de Ratisbona sobre las relaciones entre fe y razón, tergiversada por la cita que se hacía de una frase del emperador Manuel II Paleólogo sobre la aportación de Mahoma a la historia. Más suerte tuvieron sus intervenciones en Westminster Hall ante una representación de las dos cámaras del Parlamento británico, con ocasión de su visita a Reino Unido (septiembre de 2010) y la pronunciada en el Reichstag de Berlín en septiembre de 2011. Discursos escritos de su puño y letra, en los que desarrollaba su visión de las relaciones entre la iglesia y los regímenes políticos, elevándose a la categoría y sin caer en el anecdotismo de algunos de sus miopes intérpretes.

A esa acción estrictamente magisterial hay que añadir la publicación de los tres volúmenes sobre Jesús de Nazaret, que el teólogo Ratzinger considera como la obra de su madurez científica y religiosa. En el primero de ellos (abril de 2007) abarca desde el bautismo de Jesús hasta la confesión de Pedro y la transfiguración; en el segundo (2011) se ocupa desde la entrada en Jerusalén hasta la resurrección; y el tercero (noviembre de 2012) está íntegramente dedicado a la infancia de Jesús. El objetivo de tan ambiciosa obra (1.000 páginas en total) es “presentar al Jesús de los Evangelios como el Jesús real, el ‘Jesús histórico’ en su sentido auténtico y propio (…) como una figura históricamente (…) convincente”. Naturalmente, en el prólogo del primer volumen, el Papa especifica que no se trata de un “acto magisterial sino únicamente expresión de mi investigación personal del rostro del Señor y por eso todos son libres de contradecirme”.

Pero la función de un Papa no es solo enseñar, sino también gobernar. Hoy, llevar las riendas del gobierno de la Iglesia supone regir una institución que cuenta con 1.300 millones de fieles en los cinco continentes, con más de 4.000 obispos en ejercicio y con una infinidad de obras que van desde universidades, entre las más prestigiosas, a leproserías o casas para enfermos terminales de sida.

Para Ratzinger, que se estrenó en esta función con 78 años, no han sido años fáciles, mucho menos teniendo en cuenta, además, que sucedía a Juan Pablo II, que reinó durante 27 años, recorrió de cabo a rabo el planeta y tuvo un papel muy decisivo –como ahora ya todos reconocen– en el desmoronamiento del imperio soviético.

En el desempeño de sus funciones como gobernantes, los Papas cuentan con el apoyo de la Curia Romana, al frente de la cual está el secretario de Estado. Benedicto XVI heredó de su antecesor al cardenal Angelo Sodano, secundado por el sustituto, monseñor Leonardo Sandri, y el secretario para las Relaciones con los Estados, monseñor Giovanni Lajolo, a los que mantuvo en sus funciones más de un año.

En septiembre de 2007 nombró secretario de Estado al entonces arzobispo de Génova, cardenal Tarcisio Bertone, y, por consejo de este, a monseñor Fernando Filoni como sustituto y a monseñor Dominique Mamberti como responsable de las Relaciones con los Estados, equivalente a ministro de Asuntos Exteriores. El error más grave, sin duda, fue la elección de Bertone, que carecía de experiencia diplomática pero que había sido durante siete años y a sus órdenes fiel secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Sin querer convertirlo en chivo expiatorio, los reproches que con mayor frecuencia se le han hecho al purpurado salesiano son los siguientes: actividad demasiado dispersa y exteriorizada, sin ocuparse de los problemas estructurales y personales de una curia cada vez más desorientada y desmotivada; cierta ingenuidad a la hora de afrontar cuestiones muy complejas, como los tratos con regímenes como el cubano o el bielorruso; notorio favoritismo en la promoción de personalidades cercanas a él pero sin la adecuada preparación para puestos de responsabilidad, especialmente al frente de organismos ligados a la gestión económica, como la Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica (APSA) y la Prefectura para Asuntos Económicos, equivalente a un ministerio de Presupuestos. De hecho, en los últimos años, cardenales de prestigio como el arzobispo de Colonia, Joachim Meisner, o el de Viena, Christoph Schönborn, sugirieron al Papa la posibilidad de retirar a Bertone, encontrando una absoluta negativa como respuesta.

Un campo donde las actitudes de Bertone no acaban de ser suficientemente claras es el de la invocada claridad y transparencia de la gestión económica de la Santa Sede y, más en concreto, del famoso Instituto para las Obras de Religión (IOR). Benedicto XVI ha dado siempre como directiva –en un área donde él personalmente no ha querido entrar– que se actuase con la máxima nitidez y despejando cualquier sospecha de irregularidad. No ha sido así y algunas de las personas retiradas de posiciones de alta responsabilidad en estas materias acusan veladamente al secretario de Estado de escuchar y seguir los consejos de individuos no siempre demasiado recomendables, pero expertos en manejar resortes convincentes.

Un campo que la historia no podrá menos que valorar positivamente es la lucha de este Papa para combatir una de las plagas más escandalosas que ha tenido que sufrir la Iglesia católica en los tiempos modernos: la pederastia de algunos sectores del clero, aunque no esté de más afirmar que las cifras se han exagerado hasta convertir en mayoritario un fenómeno netamente minoritario. Benedicto XVI, desde el comienzo de su pontificado, se puso como objetivo la tolerancia cero y la severidad con los autores de semejantes actos, así como la cercanía espiritual y humana a las víctimas y a sus familias. En más de una ocasión ha pedido perdón en público y se ha reunido con exponentes de esas tropelías clericales. Pero ha hecho mucho más. Además de reforzar las líneas de actuación en este campo, comprometiendo a todas y cada una de las conferencias episcopales, ha obligado a dimitir a varias decenas de obispos implicados de una u otra manera. Resulta, por eso, del todo injusto que se hayan tergiversado datos y testimonios para acusarle de excesiva condescendencia en este asunto.

Nos quedan no pocos capítulos que merecerían ser ponderados a la hora de establecer un primer balance de este pontificado. Aunque sea de pasada, no puede omitirse que desde el punto de vista de la presencia y acción de la Santa Sede en la esfera internacional la mayor frustración de Benedicto XVI será, sin duda, el fracaso de su acercamiento a China. En junio de 2007 el Papa hizo pública una carta a los católicos chinos que era como una mano tendida a las autoridades de Pekín a restablecer un diálogo roto hace más de 70 años. El silencio más absoluto fue la respuesta. Cinco años después el cardenal Filoni –convertido en prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos– ha propuesto la creación de una “comisión bilateral de alto nivel” para abordar y tratar las “cuestiones de interés recíproco” y hasta ahora las nuevas autoridades chinas no han recogido el guante diplomático. Roma sigue sin recibir respuesta; los canales de comunicación parecen cerrados.

No hemos querido referirnos al llamado VatiLeaks, cuya verdadera importancia es más reducida de lo que muchos han supuesto.

Para concluir, quisiéramos reafirmar nuestra convicción de que una de las razones que han impulsado a Benedicto XVI a pasar la mano en el timón de la Iglesia, es su pleno convencimiento de que en el actual colegio cardenalicio al menos media docena de purpurados pueden estar a la altura de tan difícil y trascendente misión. ¿En quién piensa? Es un secreto que se llevará a la tumba y que, tal vez, solo el directamente interesado sabe.