EL 23 de octubre de 2008, pocas semanas después de la caída de Lehman Brothers, en una comisión de la Cámara de Representantes de Estados Unidos se produjo un momento estelar de nuestra historia económica reciente. El compareciente era Alan Greenspan, expresidente de la Reserva Federal (1987-2006) y oráculo de la política monetaria durante la Gran Moderación de precios de finales del siglo XX. El congresista encargado de investigar su responsabilidad en el desplome financiero de 2008 inició una serie de preguntas sobre la visión del mundo de Greenspan y, en particular, su fe en el libre mercado. “¿Siente usted que su ideología le llevó a tomar decisiones que desearía no haber tomado?”, preguntó en un momento determinado. “Sí, he encontrado un fallo”, admitió Greenspan. “No sé cómo de significativo o permanente es. Pero he estado muy turbado por este hecho”. El antiguo banquero llegó a otras conclusiones memorables sobre su legado: “El paradigma moderno de gestión de riesgo fue influyente durante décadas. Todo ese edificio intelectual, no obstante, colapsó durante el verano pasado”, lamentó.
Son declaraciones que hubiesen pasado desapercibidas entre las miles de críticas formuladas al capitalismo desregulado tras el desplome de 2008. La novedad no estaba en el contenido, sino en su emisor. Durante sus dos décadas al frente de la Fed, Greenspan fue encumbrado por medios de comunicación y políticos como un visionario, una superestrella y gurú del libre mercado. Con su admisión de responsabilidad no solo se resquebrajaba su figura, sino una forma de concebir los bancos centrales como entidades independientes, encargadas de poco más que mantener la estabilidad de precios y promover el avance del libre mercado. Al analizar las causas de la crisis financiera global, muchos ya se dieron cuenta de que el propio Greenspan había obrado en contra de su ideología: intervino…