Austeridad. Historia de una idea peligrosa
John Maynard Keynes escribió en 1936 que el mundo lo gobiernan las ideas de economistas y filósofos políticos muertos, tanto cuando tienen razón como cuando no. La austeridad como idea –esto es, la teoría de que solo profundos recortes al Estado de bienestar pueden solucionar una crisis económica como la actual– ejemplifica la observación del economista británico. Desde hace cuatro años, gobiernos europeos de uno y otro color han secundado la teoría, convencidos de que su aplicación contendría la explosión de deuda pública generada por la crisis financiera de 2008. Y se han aferrado a ella, incluso cuando en la práctica los recortes no hayan generado los efectos deseados.
En este contexto, el último libro de Mark Blyth, Austeridad. Historia de una idea peligrosa, supone otro aldabonazo a una teoría económica cada vez más denostada. El autor, catedrático de economía política en Brown University, no hace concesiones en su crítica a la austeridad y a los políticos y economistas que la aplican. La austeridad ha fracasado, sostiene Blyth, suponiendo que su función fuese lograr una reducción en los niveles de deuda soberana de los Estados en que se aplica (sirva como ejemplo España, que en tres años ha visto aumentar su deuda pública de un 61,5% a un proyectado 91,3% del PIB). No es equitativa, en tanto que es a las clases medias y bajas a las que los recortes golpean con mayor dureza. Y carece de sentido macroeconómico: el todo no es la suma de las partes, de modo que si cada miembro periférico de la zona euro intenta recuperar competitividad recortando, su esfuerzo se verán contrarrestado por el de sus vecinos. Es la paradoja del ahorro de Keynes, cuyo resultado es una espiral recesiva.
Blyth también hereda de Keynes un interés por el poder de las ideas del pasado sobre el presente. Austeridad desgrana la historia intelectual de la austeridad, hallando sus orígenes en el siglo XVII y analizando la evolución del concepto hasta la actualidad. El autor demuestra que la tensión entre el Estado y los mercados es una contradicción propia del liberalismo, presente en la obra de pensadores como John Locke y Adam Smith. El Estado puede interferir con los mercados y expropiar indiscriminadamente, pero es al mismo tiempo indispensable para garantizar la existencia de la propiedad privada –y por tanto el desarrollo del capitalismo–. De esta ambivalencia con respecto al Estado surge una división en el pensamiento liberal. John Stuart Mill –y, más adelante, el propio Keynes– terminan por considerar la emisión de deuda pública y mayor presión fiscal como males menores que garantizan mínimos de justicia social, en tanto que David Ricardo y sus herederos en la escuela austríaca defienden un Estado mínimo. Del descalabro del keynesianismo en los años setenta y el auge del pensamiento neoliberal en la década siguiente surge nuestra predisposición a interpretar la crisis actual desde la óptica del segundo grupo: el Estado es el problema; recortarlo, la solución.
Pero del dicho al hecho hay un trecho. Cuando Blyth repasa el historial de la austeridad llevada a la práctica, la evidencia es demoledora para sus defensores. En el periodo de entreguerras la adopción de políticas de austeridad propició el auge del fascismo en Japón y en la república de Weimar. El segundo caso es revelador, porque Blyth lo usa para desmitificar la supuesta relación entre la hiperinflación de 1922-23 y el ascenso del nazismo. No fue la hiperinflación, controlada tras la introducción del Rentenmark en 1923, la que allanó el camino a Adolf Hitler, sino los recortes del canciller Heinrich Brüning en 1930 –recortes que contaron con el apoyo de todos los partidos políticos salvo el NSDAP–.
También aplicaron políticas de austeridad Irlanda, Australia, y Dinamarca en la década de los ochenta. Los economistas Alberto Alesina y Silvia Ardagna presentaron estos países como ejemplo de recortes que generan crecimiento, pero la evidencia es exigua. Los supuestos méritos de los recortes son cuestionables, o demuestran que la austeridad funciona únicamente durante periodos de bonanza económica, como sostenía Keynes, a quien Alesina y Ardagna pretenden desautorizar. Rumanía, Bulgaria, Letonia, Lituania y Estonia se han erigido entre 2009 y la actualidad como ejemplos de países que han aplicado políticas de austeridad de forma exitosa. Auque tras recortar a ultranza estos países experimentaron un breve crecimiento económico, no ha sido suficiente para contrarrestar el efecto de los recortes originales.
No es solo la falta de sentido común lo que ha llevado a la aplicación de estas políticas. Esto queda claro en el análisis que hace Blyth de la reacción europea la crisis financiera de 2008. La Unión Europea continúa inmersa en una crisis financiera, no de deuda soberana. Es la vulnerabilidad y tamaño de entidades como el Deutsche Bank (80% del PIB alemán) ING (211% del PIB holandés) o los tres grandes de la banca francesa (Crédit Agricole, Société Générale, y BNP Paribas suman el 316% del PIB galo) lo que amenaza la supervivencia de la moneda única. El problema es que la banca europea es too big to bail: demasiado grande como para ser rescatada. Problema que el euro agrava, ya que sin capacidad de imprimir ni devaluar moneda el margen de maniobra a nivel nacional es mínimo.
La adopción del euro presuponía que sus miembros imitarían el modelo de desarrollo alemán, cuyas piedras angulares son una moneda fuerte, inflación mínima, un Estado poco intervencionista y crecimiento generado por exportaciones de productos industriales de primera calidad. De nuevo el problema del todo y las partes: como Martin Wolf observa, el planeta entero no puede hacer esto a la vez a menos que descubra una forma de generar superávit comerciales con Marte. Y ante la incapacidad de devenir Alemania de la noche a la mañana, el euro condena a los miembros periféricos de la eurozona a una deflación permanente. Por eso inquieta que Blyth compare la moneda única con el patrón oro. Durante la Belle Époque el patrón oro, austero y deflacionista por diseño, se mostró incompatible con la democracia. En la Europa actual, gobiernos democráticos en Grecia e Italia han sido reemplazados por tecnócratas cuando la supervivencia del euro lo ha exigido.
Para rectificar esta situación es necesario un diseño institucional diferente para la moneda única. Contar con un banco central cuyo mandato no sea únicamente el de contener la inflación. Pero también requiere un cambio de paradigma intelectual, en vista de que las ideas económicas imperantes en Alemania han condicionado la interpretación y respuesta a los problemas de Europa.
La conclusión de Blyth es contundente: la austeridad fracasa estrepitosamente, y como política de crecimiento económico “es, como mucho, viable en casos muy especiales, pero absolutamente inapropiada para casos generales”. La actual oleada de recortes le recuerda a la definición de que dio Albert Einstein de la locura: repetir la misma cosa una y otra vez esperando obtener diferentes resultados. Su alternativa es abandonar las austeridad y aumentar la presión sobre paraísos fiscales, flujos de capital y grandes fortunas.
Algunas de estas iniciativas ya están siendo aplicadas. La UE continúa negociando la introducción de la tasa Tobin sobre transacciones financieras, y en lo que tal vez sea una concesión al fracaso de la austeridad, Bruselas relajó los objetivos de déficit a lo largo del año pasado. Queda por ver si estas tímidas medidas son suficiente para contrarrestar la inercia institucional de los últimos cuatro años. Entretanto, Austeridad constituye un poderosos alegato en contra de la senda que hasta ahora ha tomado Europa.