Impresiona la exacerbada crispación que reina en todo el país, pero sobre todo en su capital, Washington DC. Los truenos que el presidente fulmina desde el Olimpo de la Casa Blanca son aplaudidos frenéticamente por sus partidarios y denunciados por los demócratas o los grupos de intereses comerciales, industriales o sociales a los que afecta. Para defenderse de las investigaciones sobre su conducta, el presidente ha iniciado una auténtica guerra con los demócratas, que dominan la Cámara de Representantes, y por ende con la autoridad constitucional del Congreso. Su matonismo aduanero contra China se extiende ahora también a México e India, y contra los europeos y otros países que quieren continuar el acuerdo nuclear con Irán. Continúa desregulando la banca y la Agencia de Protección del Medio Ambiente y sus normas sobre las emisiones de carbón y las explotaciones petroleras. Quiere que toda su administración termine con todo cuanto se acordó en París sobre el calentamiento de la atmósfera y su rechazo de lo que recomienda la ciencia se extiende ahora también al Ártico.
Todo el país, pero especialmente los demócratas, esperaba con ansiedad el informe del fiscal especial, Robert Mueller, sobre la connivencia de Donald Trump y su campaña con la injerencia de los servicios de inteligencia rusos en las elecciones de 2016 y la obstrucción a la justicia por parte del presidente. Sus 448 páginas no dejan lugar a dudas sobre ambas dimensiones: el volumen I llega a la conclusión de que esas injerencias fueron masivas y sistemáticas, hasta el punto de que 34 cómplices han sido enjuiciados por un gran jurado en EEUU, entre ellos 16 miembros de los servicios rusos de ciberespionaje, y una docena de miembros de la campaña electoral de Trump han sufrido severas condenas que purgan ahora en la cárcel.
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