El país se encuentra ante una ecuación sin respuesta: el cambio da miedo, a los argelinos que lo piden y al régimen que lo necesita para sobrevivir.
Argelia es un gran punto ciego en la cartografía del efervescente mundo árabe. No nos encaminamos hacia la dictadura pero tampoco vamos hacia la democracia. Prevalece un extraño statu quo. No se sabe lo que sucede, ignoramos quién gobierna, qué ha sido de los islamistas de los años noventa y aun sabemos menos de qué modo vamos a elegir a los dirigentes de mañana o deshacernos (por fin) de los mártires de ayer.
En un amplio salón del ministerio en Argel, uno de los hombres clave del equipo que dirige Argelia por intendencia (puesto que el presidente está enfermo desde hace meses, de guardia desde hace años y hospitalizado desde hace algunas semanas) explica, en una mañana primaveral, al autor de estas líneas que le reprocha el aspecto artesanal de la comunicación oficial y la falta de transparencia legendaria del sistema: “Sabes, un día durante la visita de uno de los presidentes franceses a Argelia, el ministro del Interior francés del momento me echó en cara la opacidad del sistema argelino y la falta de visibilidad en el país. Riendo, le dije que la opacidad era nuestra única fuerza frente al mundo. ‘Es lo que nos protege y protege al país y ¿nos lo quiere quitar?’” El ministro sonrió, al igual que el que cuenta esta anécdota. En Argelia, lo real es una ficción, el poder es clandestino, detrás de cada argelino se esconde otro argelino y las apariencias son un consenso. Es el mito fundador de “lo político”: el que decide no es el que asume la decisión. El síndrome de la clandestinidad, hija de la guerra de Liberación desde la época…