A la salida del Jiddah, el puerto del mar Rojo que comunica a Arabia Saudí con el mundo exterior, un cartel en árabe y en inglés advierte a los extranjeros: “Prohibido cruzar este límite a los no musulmanes.”
Más allá está el “Haram”, la zona sagrada en la que se alzan las ciudades santas de La Meca y Medina. Ahí, cada año, dos millones de creyentes procedentes de todo el mundo llegan en peregrinación, según la obligación prescrita por el Corán, a salvo de cualquier contacto con el mundo impuro de los infieles.
El que ose violar la prohibición será castigado con la pena de muerte. Sin embargo, a principios de agosto, bajo la llamada de las autoridades, decenas de extranjeros no musulmanes han traspasado la línea prohibida para situarse a dos pasos de los lugares sagrados.
Solicitando la ayuda extranjera, el rey Fahd ponía en juego su corona. Los dirigentes de las naciones islámicas son conscientes de la necesidad de frenar las ambiciones del dictador iraquí. Varios de ellos han enviado tropas en número más o menos simbólico para apoyar el despliegue militar norteamericano. Pero las masas son sensibles a la publicidad de Bagdad. A los ojos de ochocientos millones de musulmanes, la Monarquía saudí ha abierto el país del profeta a los no creyentes.
En consecuencia, el reino árabe, que con sus fabulosas riquezas sometía ayer al mundo entero a la voluntad de sus emires, aparece como un coloso con pies de barro.
El fundador del reino, Abdel Aziz Ibn Saud, tuvo cuarenta hijos legítimos de sus catorce esposas oficiales, y aproximadamente un centenar de hijos naturales entre sus doscientas concubinas. Para asegurar la sucesión modificó la antigua norma, por la cual el heredero era elegido por el conjunto de notables tras la muerte del soberano.
Ibn Saud…