En la relación prima un juego de suma cero y a pesar del cambio de liderazgo, se sigue imponiendo la enemistad.
El 11 de mayo de 2015 saltó la noticia de que el rey Salman de Arabia Saudí no asistiría a una cumbre sumamente encomiada con el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, y otros líderes del Consejo de Cooperación del Golfo. La cumbre se había organizado para debatir el acuerdo nuclear con Irán y constaba de una reunión en la Casa Blanca seguida por una jornada en la residencia de descanso presidencial de Camp David. La necesidad de celebrar un encuentro tan destacado refleja las tensiones crecientes entre Washington y Riad, motivadas principalmente por la inquietud que suscita cualquier acuerdo nuclear con Irán. Pero la crisis nuclear no era el único punto de la agenda, en la que también estaban Irak, Siria y los ataques contra los rebeldes hutíes dirigidos por Arabia Saudí. La sombra de la rivalidad entre saudíes e iraníes cubría todos los puntos del orden del día, y se consideraba determinante para los acontecimientos. Si bien la enemistad entre Arabia Saudí e Irán ha oscilado entre periodos de hostilidad y posible acercamiento, en la pasada década las relaciones entre ambos se han enturbiado. Bajo la presidencia de Mahmud Ahmadineyad (2005-2013) hubo una vuelta a la retórica revolucionaria enfocada a la resistencia –aunque, en último término, beligerante– de Ruhollah Jomeini que caracterizó los años posteriores a la revolución. A raíz de la elección de Hasan Rohaní a la presidencia en 2013 nació la esperanza de que el péndulo oscilase hacia el acercamiento, pero ante las coyunturas favorecidas por la fragmentación del sistema de Estados de Oriente Medio, la posibilidad de debilitar al otro –y reforzarse uno mismo– es tentadora.
Raíces, revoluciones y batallas por la legitimidad…