A principios de marzo, Irán y Arabia Saudí, bajo los auspicios de China, anunciaban el restablecimiento de relaciones diplomáticas, suspendidas por Riad en 2016 en protesta por el apoyo encubierto de Teherán a los rebeldes hutíes en Yemen. Todavía es pronto para hablar de reconciliación entre dos potencias cuya rivalidad por la hegemonía regional –política y religiosa– se remonta a la revolución iraní de 1979. Pero son varias las conclusiones de calado que se pueden sacar del acuerdo.
El acercamiento entre los dos países responde a varios motivos. Como se analiza en estas páginas, Irán, cada vez más aislado internacionalmente por la brutal represión de las manifestaciones, está sumido en una grave crisis económica como consecuencia de la reimposición de las sanciones americanas en 2018 y los efectos de la pandemia. En este sentido, a Teherán le conviene estrechar sus vínculos políticos y económicos con Pekín. Por su parte, Arabia Saudí, ante la falta de compromiso de Estados Unidos, su principal socio tradicional, lleva tiempo cortejando nuevas alianzas con Rusia y China. Además, el reino empieza a notar las consecuencias sobre su economía de la guerra en Yemen, justo cuando intenta llevar a la práctica su Visión 2030. Por otro lado, ni a Teherán le conviene una Arabia Saudí cada vez más alineada con Israel, ni a Riad que las tensiones lleven a Irán a intensificar los ataques contra sus intereses, mientras avanza en sus ambiciones nucleares.
A China, el mayor consumidor de energía del mundo, e importante socio comercial de los productores de petróleo y gas del golfo Pérsico, le interesa la estabilidad de la región. De ello depende en gran parte que pueda desplegar su ambiciosa agenda política y económica. Pero lo que es más relevante: con este acuerdo, y sus intentos de mediar entre Rusia y Ucrania, China se presenta como pacificador y logra ocupar el vacío dejado por Estados Unidos, cada vez más centrado en el Pacífico. Pekín irrumpe en un terreno que Washington considera estratégico y donde la competencia con otras grandes potencias no se limita al ámbito militar, sino que implica también aspectos económicos, tecnológicos y diplomáticos. De esta forma China confirma su ambición de actor geopolítico y no solo geoeconómico.
En Israel, la noticia ha sentado como un jarro de agua fría. Como señala Alain Dieckhoff, la normalización de sus relaciones con Baréin, Marruecos y Sudán, y el acercamiento a Arabia Saudí se explica por su común oposición a Irán, a su intervencionismo total y a su programa nuclear. El nuevo acuerdo Riad-Teherán parece acabar con ese objetivo común, da cierta legitimidad a Irán en el mundo árabe y podría producir diferencias entre Israel y Arabia Saudí sobre cómo proceder con Irán y su programa nuclear. A esto se añade que, para lograr un mayor acercamiento entre Israel y Arabia Saudí, son necesarios avances en el frente palestino, algo que parece difícil con el actual gobierno israelí de extrema derecha.
Más allá de la distensión en las relaciones bilaterales, el éxito del acuerdo, que contempla el compromiso de “no injerencia en asuntos internos de los Estados” se medirá por su impacto en Siria, Líbano, Irak y, sobre todo, en Yemen, donde Arabia Saudí e Irán apoyan a grupos opuestos.
Por último, este acuerdo confirma el abandono del orden mundial binario por parte de Oriente Medio y el norte de África, durante mucho tiempo zona de confrontación entre grandes potencias. En sus relaciones con EEUU, China y Rusia, los países de la región han entrado en un juego de equilibrios que se rige por nuevas reglas. EEUU ya no es la potencia indispensable, la única alternativa en la región. Tanto los gobiernos como las opiniones públicas, como confirma el Arab Barometer, buscan diversificar sus alianzas y mantener relaciones políticas y económicas con los tres. Si durante la guerra fría muchos de estos Estados eran no alineados, hoy están, en palabras de Michael Singh, omni-alineados. El nuevo Sur Global, cortejado hoy como ayer por Rusia y China, ha heredado de la tradición del viejo Movimiento de los No Alineados muchas suspicacias y resquemores frente a Occidente. Si EEUU, y Occidente en general, quieren recuperar la confianza perdida, deberían tener en cuenta estas nuevas realidades a la hora de plantear su política hacia la región./