Shakespeare no escribió sobre política exterior. En su tiempo, cuando los embajadores viajaban a ultramar, era habitualmente para buscarle esposa al rey (que era una de las maneras de ampliar el reino) y en ocasiones para amenazar con la guerra (otra manera de ampliarlo). Los Estados, sin embargo, estaban a medio formar y los conflictos civiles eran tan comunes como las guerras entre países. No había dado comienzo aún el juego de las naciones en Europa.
La vida era precaria: los pobres temían el frío y el hambre; los poderosos, perder el favor del rey. Todos tenían mucho que perder por culpa de rebeliones, rumores o plagas. En aquel mundo lo que más se ansiaba era el orden. Sin embargo, el orden también corría peligro. Moría el viejo sistema medieval, en el que el trabajo y la vida eran uno, y la posición social significaba poder, pero el nuevo orden aún no había nacido. Esto se percibe en Hamlet: el padre dirimía cuestiones territoriales mediante un combate singular con armadura completa, pero su sucesor, Claudio, enviaba ya embajadores. El propio Hamlet llega a Elsinor desde la universidad protestante de Wittenberg, mientras que el fantasma de su padre parece volver desde algún purgatorio católico.
En la Europa renacentista prosperaba la creatividad. La palabra impresa dio un vuelco a la religión, propagó la ciencia, construyó las naciones y dio voz al pueblo. Shakespeare formaba parte de ese nuevo mundo. Nosotros, los que hemos vivido los inicios de la era digital, estamos mucho más familiarizados con el cambio, pero no sabemos si seremos capaces de conservar los viejos valores en los nuevos medios.
Ulises, el protagonista de Troilo y Crésida, habla de las viejas certidumbres de una sociedad cimentada en el rango social:
¡Ah, cuando se confunde el rango,
que es…