La educación (entendida como formación de capital humano) lleva tiempo instalada en el debate político como factor clave de competitividad internacional. Iniciativas de medición del rendimiento de los sistemas educativos como el Programa de Evaluación Internacional de Estudiantes (PISA, en inglés), impulsado la OCDE, permiten la conformación de “ligas” y tableros análogos a los deportivos, en los que avanzan y retroceden estrellas del aprendizaje como Finlandia o, recientemente, Singapur. Se ha creado una industria de interpretación de estos rankings, que conecta sus cambiantes posiciones con diversos factores: los planes de formación del profesorado y su prestigio social, los diseños curriculares, el nivel de autonomía de los centros educativos, la financiación que reciben, etcétera.
Las deficiencias detectadas en muchos de estos sistemas educativos a través de PISA se asocian a la mayor o menor capacidad innovadora del tejido empresarial. Esta no es sino una de las conexiones de la educación con los profundos cambios estructurales en todas las áreas imaginables. Los jóvenes de hoy tendrán que enfrentarse, mediante las herramientas que adquieran en su trayectoria educativa, con desafíos globales como la emergencia del cambio climático; las grandes migraciones originadas por conflictos políticos o el terrorismo internacional; los posibles efectos de la automatización de numerosas funciones y ocupaciones y el cambiante papel del trabajo en la sociedad digitalizada y crecientemente desigual; las tensiones que recorren a las democracias liberales en un mundo multipolar, y su correlato interno, el surgimiento de los movimientos políticos populistas. En el plano laboral, estos mismos jóvenes se encontrarán con la probable generalización de la gigonomics o economía del acceso, delimitada por los promotores de las grandes plataformas de acceso a los servicios, prestados por una constelación de empleados por cuenta propia que compiten por la atención de los clientes. La economía del acceso es el contexto en…