Que el cambio climático es el gran reto al que se enfrentan nuestras sociedades en las próximas décadas es algo que ya muy pocos se atreven a poner en duda. Desde el inicio de la revolución industrial a mediados del siglo XVIII se ha tejido un binomio que hoy amenaza con resultar terrible para las condiciones de vida en nuestro planeta: por un lado, la insaciable voracidad de crecer asociada al capitalismo. Por otro, la energía barata, manejable y de alta calidad asociada a los combustibles fósiles –en principio carbón, pero después petróleo y ahora gas natural.
Es la quema de estos combustibles fósiles para obtener energía lo que libera a la atmósfera los llamados gases de efecto invernadero (CO2, CH4, etcétera) que, en última instancia, son los responsables del calentamiento global. Ahora bien, si la quema de combustibles fósiles es la responsable física última del cambio climático, son las dinámicas globales asociadas al desarrollo capitalista y su absoluta dependencia energética de aquellos (el 80% de la energía consumida sigue siendo de origen fósil) el principal escollo a la hora de solventar la crisis climática actual. Por un lado tenemos una matriz económica y social estructuralmente obligada a crecer a cualquier precio, sin importar los límites finitos del planeta. Por otro, nos encontramos la existencia de un lobby fósil formado por empresas petroleras y gasísticas que llevan décadas invirtiendo enormes sumas de dinero para financiar a negacionistas climáticos, venderse como empresas verdes o en tareas de presión para evitar que se tomen incluso las medidas más tibias.
En los últimos dos años, y en especial en los últimos meses, conceptos como “cambio climático” o “calentamiento global” dejan paso a otros como “crisis” o “emergencia climática”. Este énfasis en la importancia y urgencia de descarbonizar nuestras sociedades es buena señal, pero…