El auge de los populismos y la debilidad de la democracia son sintomáticos al agotamiento económico que viven muchos países. La productividad aparece como la gran esperanza en el horizonte, permitiendo mejorar la calidad de vida reduciendo las horas de trabajo. No se trata de una cuestión de preferencias, sino de necesidades.
El nuevo primer ministro británico, Keir Starmer, ha propuesto una semana de cuatro días híbrida. En su caso, no implica mejoras de la productividad, ya que consistiría en concentrar la misma carga de trabajo en cuatro días, para así tener tres de descanso. En los últimos meses ha cambiado notablemente su discurso, limitándose ahora a prometer la aglomeración de la jornada laboral normal en menos días. Aun así, pretende endurecer el control de las horas extra y regular el derecho a la desconexión.
En el fondo, se buscan jornadas de trabajo más cortas y más tiempo para el ocio. España es también un buen ejemplo. El gobierno está negociando un recorte de la jornada laboral semanal desde las 40 horas actuales hasta las 37,5 horas. Los partidos socialdemócratas han encontrado en el tiempo de trabajo una palanca para atraer votantes. En el caso de los jóvenes, las encuestas en la mayor parte de países avanzados reflejan que priorizan el tiempo libre sobre los ingresos. Y en el caso de los más veteranos, quieren comenzar a reducir su jornada laboral por agotamiento, pero sin perder capacidad de compra.
Sea como sea, la solución a este problema está en la productividad. A medida que pasan los años, los gobiernos van siendo más conscientes de esta cuestión, lo que explica el intervencionismo creciente del sector público en la economía privada a través de transferencias de capital, incentivos e incluso inversión directa. Un informe reciente de McKinsey analiza la evolución de…