El espectador del sistema internacional se siente hoy transportado al comienzo de nuestro siglo, a la paz desigual entre Alemania y la joven Unión Soviética en Brest-Litovsk en 1918, al tratado de paz de Versalles y a la desaparición de la monarquía austro-húngara y el imperio otomano. Desde una perspectiva alemana, da la sensación de que muchas de las cosas que entonces se erigieron desde las cenizas de los grandes reinos y en detrimento de Alemania, empiezan a venirse abajo. A esto se le une ahora la caída del último gran imperio colonial del mundo, la Unión Soviética. Veámoslo de nuevo desde una perspectiva alemana: desde el momento en que la Alemania unida, al contrario que la república de Weimar, ha aceptado las fronteras orientales y occidentales como definitivas y duraderas, el mapa europeo comienza a tambalearse en sus cimientos.
Los tres Estados bálticos acaban de conseguir su independencia. Gran parte de la periferia occidental y el sur de la Unión Soviética querrían, como en 1918, seguir este ejemplo. ¿Pero se puede decir que hoy en día las posibilidades son realmente mejores? ¿No sigue siendo cierto que, en el fondo, las tradiciones que posibilitan la existencia de un estado soberano son demasiado débiles, que el distanciamiento con el mundo occidental, existente desde hace cientos de años, continúa en vigor, tanto en lo que respecta a las normas y criterios de la sociedad como en la falta de unos conocimientos económicos capitalistas?
Alegar que el golpe de Estado en la Unión Soviética constituyó una sorpresa podrá parecer válido, pero no lo es en el caso de la crisis yugoslava. Esta ya se empezó a gestar hace por lo menos tres años, cuando Serbia comenzó a acentuar la represión en los territorios que ella controlaba, la Vojvodina y Kosovo. Ahí, la mayoría…