Desde el otoño de 1989, la República Federal de Alemania se enfrenta con su destino. No es fácil convertirse en una nación como las demás, ni asumir la condición de gran país. Sin embargo, Alemania vuelve a encontrarse tal y como era en la historia de Europa antes de 1933, antes de los paréntesis del nacional-socialismo y de la guerra fría.
La aventura brutal dé los nazis, que pretendían hacer de Alemania un país dominador y de los alemanes un pueblo elitista, por no decir elegido, está definitivamente superada. La Alemania posterior a 1945-49 tuvo que ponerse en filas. Pero el régimen de privilegio que le habían concedido sus aliados occidentales a raíz de su división, durante la posguerra, pertenece igualmente al pasado. La Alemania posterior a los años 1989 y 1990 se ha convertido en el primus inter pares de Europa.
El “liderazgo común” dentro de la OTAN con el que Georges Bush recompensó a Helmut Kohl en vísperas de la reunificación, no era un simple ascenso. Implica obligaciones que seguirán siendo apremiantes a pesar de la reducción de los efectivos militares alemanes a 370.000 hombres y a pesar de la masiva disminución de encargos de armamentos a la industria. A ello se añaden los compromisos financieros contraídos con la antigua Unión Soviética como contrapartida por la reunificación. Según estimaciones de expertos no gubernamentales, el préstamo público alemán a la CEI (ex URSS) giraría en torno a los 100.000 millones de marcos. Eso, aparte de los 100.000 a 150.000 millones de marcos de transferencias financieras anuales que se inyectan a la antigua RDA. ¿Cómo asumir un papel mundial de primer plano con semejantes grilletes en los pies?
Esta fragilidad relativa, y tal vez momentánea, se plasmó en dos ocasiones durante 1991, cuando el marco se vio debilitado frente al…