El terremoto que sacudió el sureste de Turquía el 6 de febrero no solo causó muerte y destrucción en el norte y oeste de Siria, sino que abrió definitivamente la puerta al regreso del presidente Bashar al Assad a la arena árabe, sacudiendo el equilibrio de alianzas regionales. Más de 8.500 sirios perdieron la vida a causa del terremoto, en su país y en áreas fronterizas de Turquía, y más de 14.500 resultaron heridos; además, la ONU calcula que unos 8,8 millones de personas se han visto afectadas por el desastre natural, incluidas decenas de miles de familias que se quedaron sin hogar o se vieron obligadas a desplazarse de nuevo.
Las cifras e imágenes impactantes que llegaron en febrero desde las zonas golpeadas por el terremoto hicieron que la comunidad internacional se volcara para ayudar a Turquía y Siria. Pero, en el caso de los sirios, llegar a los afectados en los territorios controlados por el gobierno y también en las zonas aún en manos de la oposición (en el noreste del país) no fue tarea fácil para las agencias humanitarias, las ONG y los Estados.
En ese contexto de emergencia, el gobierno del presidente Al Assad –sin medios suficientes para asistir a la población en las regiones bajo su dominio, ni voluntad política para facilitar la ayuda internacional a sus adversarios– hizo llamamientos a Estados Unidos y a la Unión Europea (UE) para que levantaran las sanciones impuestas al régimen y que, según éste, limitaban la llegada de materiales de emergencia y maquinaria o equipos para las labores de rescate.
Washington respondió rápidamente con el relajamiento de las sanciones a todas las transacciones destinadas a la emergencia posterremoto por un periodo de seis meses, dejando claro que no se planteaba el levantamiento definitivo de esas medidas –reforzadas considerablemente por la Administración Trump con la llamada Ley César de diciembre de 2019, que ya excluía a las ONG estadounidenses. La UE adoptó una decisión similar a finales de febrero, cuando anunció una exención para las organizaciones humanitarias que, durante los seis meses siguientes, no tendrían que pedir autorización previa para suministrar bienes y servicios a las personas y entidades sirias sancionadas, entre las que se encuentra el presidente sirio y su entorno cercano.
Sin embargo, los países árabes, incluso aquellos que habían guardado distancia con Damasco, compitieron por el envío de cargamentos de ayuda a Siria, que en los primeros días tras los seísmos llegaron principalmente a los aeropuertos de la capital, Damasco, y Alepo (norte), localidades en manos de Al Assad. Arabia Saudí fue uno de los más generosos, fletando 16 aviones con más de 85 toneladas de ayuda, y aprovechó la catástrofe para restablecer relaciones cordiales con el gobierno sirio y ejercer también su influencia en el país en guerra, donde muchos Estados de la región, así como EEUU y Rusia, han intervenido de forma directa o indirecta en la pasada década.
Arabia Saudí abre las puertas a Siria
Ha sido precisamente de la mano de Riad cómo Al Assad ha regresado a la arena árabe, una vuelta que no hubiera sido posible sin el beneplácito definitivo de la potencia suní y sin su anterior reconciliación con el régimen chií de Teherán. En los pasados meses, se han dado numerosos movimientos y cambios en el golfo Pérsico y Oriente Medio, todos ellos marcados por el acercamiento entre Arabia Saudí e Irán, y la disminución de las tensiones entre el eje suní y el eje chií en todos los escenarios, incluidos los bélicos de Yemen y Siria.
Irán ha sido uno de los principales apoyos de Al Assad, tanto económica como políticamente y en el campo de batalla, donde los milicianos chiíes de este país, Irak y Líbano han desempeñado un papel fundamental a favor del bando gubernamental, junto al apoyo imprescindible del ejército ruso. Por su parte, varios países del Golfo, incluido el reino saudí, habían apoyado con sus petrodólares a los grupos rebeldes sirios más o menos radicales, que se formaron a partir de 2012 en Siria en respuesta a la brutal represión de las protestas populares de 2011 por parte de Damasco.
Emiratos Árabes Unidos fue el primer país del Golfo en tenderle la mano a Al Assad, en el marco de su política exterior expansiva y ofensiva, con la que pretendía distinguirse e independizarse de la línea marcada por Riad. A finales de 2018, EAU reabrió su embajada en Damasco después de siete años cerrada. En esas fechas, el entonces presidente de Sudán, Omar al Bashir, se convirtió en el primer jefe de Estado árabe en visitar Siria desde el comienzo del conflicto, pocos meses antes de ser él mismo derrocado por la revuelta en las calles sudanesas.
Ya en enero de 2019, en los pasillos de la sede de la Liga Árabe en El Cairo se rumoreaba una posible vuelta del régimen sirio al organismo de 22 países, del que fue suspendido en 2011 por el derramamiento de sangre y la represión de su pueblo. Sin embargo, la decisión se ha hecho esperar cuatro años, porque hasta ahora Al Assad no contaba con el respaldo de suficientes miembros y, sobre todo, de los más influyentes, con Arabia Saudí a la cabeza. La postura del reino respecto al régimen sirio ha cambiado radicalmente en los últimos años –de pedir la marcha del dictador a estrecharle la mano–, por motivos internos y de posicionamiento exterior: Riad quiere que el gobierno sirio colabore para detener el tráfico de narcóticos hacia el golfo Pérsico y, al mismo tiempo, busca ejercer su influencia en Siria, donde la reconstrucción posguerra supondrá un gran negocio, entre otras cosas. Cuando el 14 de febrero, una semana después del terremoto, el primer avión de ayuda humanitaria saudí aterrizó en Alepo, lo hizo con un claro mensaje político para Al Assad y también para los demás líderes árabes: el de Siria ya no es un gobierno paria. Menos de dos meses después, el ministro de Asuntos Exteriores saudí aterrizó en Damasco y se reunió con el presidente sirio, tras el anuncio la semana anterior de la reanudación de los servicios consulares y de los vuelos entre Siria y el reino.
Jordania, mediador clave
Como tradicionalmente ha hecho en otros conflictos de Oriente Medio, Jordania ha mediado y desempeñado un papel clave a la hora de permitir la vuelta del gobierno sirio al seno de la Liga Árabe. En este caso, el reino hachemí no es un actor neutral, sino que tiene sus propios intereses: aparte del número de refugiados sirios que se encuentran en suelo jordano –más de 600.000 registrados por ACNUR, pero muchos más según las autoridades–, la inestabilidad y el tráfico de drogas y armas al otro lado de su frontera suponen un problema creciente. Por ello, Ammán ha optado por acercarse a Al Assad y presionarle desde una posición amistosa, después de años de aislamiento y de descalificaciones por la guerra en Siria –en la que han muerto más de 300.000 personas, según Naciones Unidas.
Jordania convocó una reunión de alto nivel el 1 de mayo, con representantes de Arabia Saudí, Irak, Egipto y el ministro de Asuntos Exteriores sirio, después de una primera ronda de contactos entre Jordania, Irak, Egipto y los países del golfo Pérsico, en el marco de “una iniciativa jordana para llegar a una solución política a la crisis en Siria”. En palabras del ministro de Exteriores jordano, Ayman Safadi, la reunión en Ammán fue “el comienzo de un camino político liderado por los árabes para alcanzar una solución” a un conflicto que ha afectado en la última década no solo a los vecinos de Siria –Jordania, Irak, Líbano y Turquía, especialmente– sino también a países más lejanos pero de gran peso en el tablero de Oriente Medio, como Arabia Saudí o Catar.
Sin embargo, Safadi admitió posteriormente y reiteradamente que, para poner fin a la crisis, los países árabes necesitarán que toda la comunidad internacional se sume a la iniciativa, porque sin el levantamiento de las sanciones estadounidenses y europeas, y sin el apoyo político de Washington y Bruselas, no será posible la paz en Siria y la posterior reconstrucción –precisamente, la Ley César impide que individuos o entidades estadounidenses ayuden al gobierno sirio en la reconstrucción tras la devastadora guerra, que ha mermado los servicios más básicos del país. La UE tampoco está a favor de contribuir a la reconstrucción liderada por el régimen de Al Assad, mientras este no haga concesiones y haya un progreso hacia una transición política en Siria que, según la resolución 2254 del Consejo de Seguridad de la ONU adoptada en 2015, debe llevar a la celebración de elecciones “libres y justas” y la redacción de una nueva constitución.
No parece que ni EEUU ni la UE vayan a replantearse su política respecto al conflicto en Siria y al dictador, al menos de momento. La Casa Blanca ya ha dejado claro que no va a normalizar las relaciones con el presidente sirio y que mantendrá las sanciones contra él y su entorno, a pesar de la readmisión en la Liga Árabe. La administración de Joe Biden ha afirmado que comparte los mismos objetivos que sus socios árabes, pero no considera que Siria cumpla con los requisitos para la readmisión en la Liga Árabe ni, por tanto, a la comunidad internacional. Aún así, no se ha opuesto a las decisiones de sus aliados, ni ha amenazado con tomar represalias contra ellos (por ejemplo, retirar parte de las partidas de ayuda económica y militar que Jordania y Egipto reciben cada año). Las instituciones comunitarias también han querido reafirmar la postura europea respecto a Siria: “no se normalizarán las relaciones ni se levantarán las sanciones hasta que haya un movimiento significativo del régimen para eliminar las razones por las que se ha sancionado” a líderes políticos y militares de Damasco.
Más allá de las sanciones estadounidenses
Sin duda, las sanciones representan un impedimento para la vuelta del gobierno sirio a la arena internacional y también para que Siria obtenga el apoyo necesario, tanto político como económico, para la reconstrucción de sus infraestructuras y de su imagen. Pero en un mundo cambiante, en el que China ha emergido como otro polo de poder y ha mostrado su interés por tener un papel en Oriente Medio (Pekín medió en el acuerdo final entre Riad y Teherán en marzo), el respaldo de Occidente no tiene por qué ser indispensable para Al Assad. De hecho, el presidente sirio cuenta con un padrino muy poderoso, Vladimir Putin, y no le faltará el dinero si logra ganarse el favor de las ricas monarquías petroleras del golfo Pérsico, en concreto Arabia Saudí y EAU –este último ya ha invertido en proyectos en Siria y se ha mostrado dispuesto a hacerlo a mayor escala.
El 19 de mayo, el príncipe heredero y gobernante de facto saudí, Mohamed Bin Salmán, estrechó la mano y besó a Al Assad, a su llegada a la tan esperada cumbre de jefes de Estado de la Liga Árabe en la ciudad costera de Yeda, a la que el presidente sirio fue invitado por primera vez desde 2011. Un Al Assad desmejorado, visiblemente más delgado y menos altivo, volvió a sentarse en la silla de la República Árabe de Siria y habló ante los representantes de los países que le abandonaron a su suerte y que, incluso, participaron activamente en el conflicto para tratar de derrocarlo. De ellos, el único que no le dio la bienvenida fue Catar, cuyo emir no pronunció su discurso en la sesión plenaria de los mandatarios y se marchó antes de que Al Assad lo hiciera. El presidente sirio, impasible y con semblante serio bajo su bigote, deseó que la cumbre marcara “el comienzo de una nueva etapa” en la que todos los Estados árabes actúen “en solidaridad para lograr la paz, el desarrollo y la prosperidad de la región, y no para la guerra y la destrucción”. Su país se encuentra destruido (sin ir más lejos, más de la mitad de los sirios no recibe suministro eléctrico regular en sus casas y tiene que recurrir a fuentes de agua no potable) y varios de los asistentes a la cumbre contribuyeron a ello, proporcionando armamento y apoyo a los insurgentes. Ahora se disponen a participar en la reconstrucción y a financiar el gobierno de Damasco, sumido en una profunda crisis tras una década de conflicto que ha aniquilado la economía siria. A cambio, los países árabes le exigen varias cosas, entre las que destaca la lucha contra el narcotráfico y la reubicación de los refugiados sirios que quieran regresar “voluntariamente” –más de cinco millones de personas han huido del país desde 2011, unos tres millones de ellos se encuentran en Turquía, aparte de los casi siete millones de desplazados internos, el mayor número en el mundo.
A cambio de su apoyo, los países árabes exigen a Siria que luche contra el narcotráfico y reubique a los refugiados sirios que quieran regresar ‘voluntariamente’.
Líbano, que acoge a unos 800.000 refugiados sirios, en un país que tiene una superficie parecida a la Comunidad de Madrid y una población de menos de seis millones de personas, empezó hace tiempo a organizar viajes “voluntarios” de vuelta a Siria. Sin embargo, son muchos los impedimentos: en primer lugar, logísticos –casas destruidas, expropiadas, falta de medios para la reconstrucción– y de seguridad, teniendo en cuenta que muchos de los que huyeron eran opositores o posibles blancos del régimen sirio, y muchos jóvenes que no quisieron ser reclutados por el ejército. Algunos permanecen en listas negras y no pueden regresar al país, otros serían llamados a filas y la mayoría teme las represalias por el simple hecho de haberse marchado y haber “traicionado” así a su patria y a su presidente.
Otra de las condiciones fundamentales, en concreto para Jordania y Arabia Saudí, es controlar a las redes de narcotráfico que han proliferado en Siria y en las zonas fronterizas entre este país y Líbano al calor del caos y de la economía de guerra, y gracias a la ausencia o connivencia de unas instituciones estatales corruptas y cuyo principal objetivo ha sido mantener su poder. Muchos, incluido el gobierno estadounidense, apuntan al ejército y régimen sirios como principales responsables del tráfico de “captagón”, un estimulante a base de anfetaminas cuya producción y consumo se han disparado en los últimos años. Gran parte de esa droga está destinada al mercado del golfo Pérsico y llega a Arabia Saudí a través de Jordania, vía tierra, o por el mar Rojo. Tanto Ammán como Riad han lanzado amplias campañas antidroga desde principios de año y probablemente han considerado que en esta lucha es indispensable contar con la colaboración de Damasco para detener o limitar el tráfico desde su origen. Está por ver si el gobierno sirio podrá y querrá poner coto a un negocio que genera miles de millones de dólares, según el Departamento del Tesoro estadounidense.
En definitiva, Al Assad ha podido sobrevivir políticamente y salir del aislamiento regional, que ha sido justificado por la brutalidad de su régimen y los crímenes cometidos contra la población siria –como el uso de armamento químico prohibido, en varias ocasiones– gracias a los intereses estratégicos y de seguridad de los demás países árabes que, tras una década de inestabilidad en la región, desean y necesitan cerrar algunos frentes ante los nuevos retos que se avecinan, en un contexto geopolítico de gran incertidumbre./