El domingo 11 de diciembre de 2016, 12 kilos de explosivos estallaban en la iglesia de San Pedro y San Pablo, cerca de la catedral copta del Cairo. El ataque ha provocado de momento 25 muertos, cifra que puede aumentar debido a la gravedad de las decenas de heridos. En apenas 24 horas, el presidente, Abdelfatah al Sisi, ofrecía a la prensa el nombre del presunto autor del atentado, un joven supuestamente vinculado a grupos yihadistas del Sinaí. De esta forma, salía al paso de las críticas por los posibles fallos de seguridad que impidieron detectarlo al entrar en el templo.
Sin duda, este suceso agravará las tensiones sectarias que recorren la región como una sombra amenazadora que tiñe de religión la lectura de todo lo que aquí ocurre. Egipto tiene un largo y doloroso historial de ataques a la comunidad copta. Aún es pronto, pero son muchas las voces que lo atribuyen a un precario dispositivo de seguridad. Otros lo sitúan en el contexto del auge de la violencia, que se achaca a la expansión de los tentáculos de Daesh, pero también a la oleada de represión desencadenada tras el golpe que desalojó a Morsi del poder. Hasta qué punto la desintegración de la cofradía –ilegalizada, estigmatizada y cuyo liderazgo está básicamente en prisión o en el exilio– y la potencial radicalización de antiguos jóvenes hermanos está detrás de esta creciente violencia es difícil de saber. La posibilidad de que este ataque redunde en mayor represión (contra los Hermanos Musulmanes) y aleje aún más el horizonte de la reconciliación (entre actores políticos y sociales) en Egipto no es buen designio. Si detrás del atentado está Daesh, como parece apuntar el gobierno, no hay duda de que entonces habrá logrado su objetivo.
No obstante, sería un error interpretar este acto…