Túnez, París, Bagdad, Ankara, Bruselas… Son solo algunas de las ciudades que últimamente han sufrido la brutalidad del terrorismo. Tras el atentado en Bélgica, los europeos parecen haber asumido que la amenaza seguirá y se encuentran en proceso de normalizar la angustia de no saber ni dónde ni cuándo sucederá el próximo. No es un temor infundado, pero cabe recordar que solo el 0,1% de los atentados yihadistas cometidos entre 2000 y 2014 ocurrieron en Europa y que la mayoría de víctimas de ataques terroristas y de la brutalidad de grupos como Daesh son musulmanas.
Sin embargo, atentar en suelo europeo resulta en términos de coste-beneficio mucho más rentable. Por un lado, el impacto mediático es desproporcionadamente mayor que cuando el ataque se produce en Túnez o Bagdad. Por otro, Daesh busca explotar las fracturas sociales y políticas allí donde actúa, y Europa no es una excepción. Se beneficia de las reacciones en caliente, de las potenciales acciones desproporcionadas, de la instrumentalización política del terrorismo.
El gobierno belga anunció bombardeos en Siria e Irak como respuesta a los atentados, sin reflexionar sobre la utilidad de estos bombardeos que se han ido produciendo desde hace más de un año y que, si bien han podido mermar físicamente a la organización, no han logrado evitar su metástasis en otros territorios como Libia, ni que incrementara su actividad tanto en suelo europeo como asiático.
La respuesta, “le tout-sécuritaire”, ha sido inmediata, aprovechada por todos aquellos que se permiten hacer una amalgama entre gestión de fronteras y prevención del terrorismo a raíz de la crisis de refugiados. Más fronteras, más muros y menos Schengen, menos Europa. No obstante, los partidarios de este paradigma no tienen en cuenta que, ante unas fronteras globales cada vez más difusas y un enemigo común cada vez más ubicuo,…