Tras los atentados de París, Copenhague, Túnez y Yemen, el sobrecogimiento inicial debería dar paso a una reflexión sobre por qué, cómo y qué hacer para evitarlos.
En primer lugar, hay que aprender a convivir con el riesgo. Vivir con miedo y programar nuestras acciones en función de un cálculo de riesgos ni es útil, ni es garantía de inmunidad. Además, implicaría ofrecer un éxito fácil a los que buscan transformar nuestra vida infligiendo terror. En este sentido, la amenaza terrorista no puede ser pretexto para recortar las libertades ni aplicar medidas represivas que menoscaben la calidad democrática de nuestras sociedades. La experiencia en el mundo árabe contemporáneo demuestra que puede llevar a más radicalización.
Si algo tiene capacidad para desactivar, o como mínimo menoscabar, la deriva violenta es la justicia, la libertad, la democracia y el bienestar. Cuando estos valores fueron la bandera con la que se identificaron millones de ciudadanos árabes, el yihadismo vivió sus peores horas. Su resurgir se ha aprovechado de las crisis políticas, los conflictos armados y las fracturas sociales. El yihadismo es, ante todo, oportunista. Mientras que Siria se desangra, Libia y Yemen se sumen en el caos y las armas proliferan en la zona, grupos vinculados a Al Qaeda y otros de nuevo cuño como Estado Islámico (EI) han encontrado un terreno fértil para crecer. Primero fueron los ciudadanos de la región los que padecieron su violencia. De repente surgieron también víctimas occidentales y, sin darnos cuenta, su terreno de acción ha pasado de local a global. Y entonces Occidente reacciona, como suele, tarde y mal.
El ataque a Charlie Hebdo nos remonta a un cruel déjà-vu de hace 10 años. Y nos damos cuenta de que hemos aprendido poco. Despliegue de medidas de seguridad, quizás indispensables, seguramente insuficientes. Buscamos por qué el…