En 1929, con apenas 38 años, Robert Graves publicó una autobiografía titulada Adiós a todo eso en la que reflejaba no solo su experiencia como soldado, sino también el cambio de época que supuso para Reino Unido el final de la Primera Guerra Mundial. “Fue mi amarga despedida de Inglaterra”, escribió varias décadas más tarde en su prólogo a la segunda edición, publicada el mismo año que entró en vigor el Tratado de Roma.
Hoy, casi un siglo después, un Reino Unido ya políticamente fuera de la Unión Europea culmina su salida económica diciendo adiós a todo lo que suponen más de 40 años de participación en el proyecto de integración europea. Todo indica que la caída del viejo orden eurobritánico y el paso a una nueva fase económica mucho menos integrada será, como para Graves, una amarga despedida.
Es el momento de echar la vista atrás y hacer balance. Y recordar que la relación entre Reino Unido y la UE no empezó demasiado bien. Cuando Winston Churchill pronunció su famoso discurso en la Universidad de Zúrich, en el que abogaba por “una especie de Estados Unidos de Europa”, no veía a Reino Unido como parte de ese proceso integrador, sino como observador distante. Su destino se creía entonces ligado al de Estados Unidos y al de la Commonwealth, espejos de un pasado imperial cuyo reflejo era cada vez más borroso. Por eso, en medio del doloroso baño de realidad política que supuso la crisis de Suez, cuando Reino Unido constató que la integración no se acababa con la exitosa Comunidad Europea del Carbón y del Acero, sino que avanzaba hacia un mercado común, intentó una alternativa: la Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA). Como esta apenas tuvo recorrido, terminó solicitando la adhesión a las Comunidades Europeas. Pero allí encontró…