En los últimos cuatro años, el Plan de Acción Integral Conjunto (JCPOA, por sus siglas en inglés) de 2015 se ha convertido en poco más que una construcción teórica. Las restricciones que el acuerdo imponía al programa nuclear iraní quedaron mermadas después de la retirada de Estados Unidos en 2018, a instancias de la administración presidida por Donald Trump, y han terminado por desaparecer ante la expansión sustancial del programa, sobre todo en el último año. Las trabas impuestas por los iraníes a la supervisión internacional implican que, a medida que aumentan las actividades relacionadas con la proliferación, menos sabemos sobre ellas. En paralelo, la promesa de alivio de las sanciones del JCPOA quedó anulada en gran medida por la reimposición y ampliación de las sanciones estadounidenses bajo el mandato de Trump, causando un daño significativo, pero no un golpe fatal, a la economía iraní. Los dos protagonistas centrales –Teherán y Washington– llevan desde comienzos de 2021 enfrascados en arduas negociaciones para resucitar, si es que se puede, el maltrecho acuerdo.
El presidente de EEUU, Joe Biden, tomó posesión de su cargo en enero de 2021 con el objetivo declarado de volver a unirse al JCPOA. Para EEUU y los países que forman parte del acuerdo –Reino Unido, Francia, Rusia, China y Alemania, conocidos como el P4+1–, el objetivo es volver a imponer límites al programa nuclear iraní, unos límites que Teherán comenzó a incumplir en 2019. La escalada nuclear continuó en 2020 y se aceleró en 2021, catalizada por dos acontecimientos clave. El primero fue el asesinato en noviembre de 2020, presuntamente a manos de Israel, de Mohsen Fakhrizadeh, científico considerado el “padre” del programa nuclear iraní. Esto llevó al Parlamento iraní, dominado por los conservadores, a aprobar una ley que ordenaba una expansión inmediata de las actividades nucleares,…