Es sorprendente la vitalidad de la obra de un hombre como Clausewitz. Pasó inadvertida para sus contemporáneos. Los quince años que separan su participación en la campaña de 1815 (Waterloo) de su muerte en Breslau, durante los que se produjo el temprano ascenso a general, no sirvieron más que para tenerle ocupado en tareas burocráticas o en encargos mínimamente didácticos. Nada de cuanto tenía escrito fue publicado. Ninguna de sus propuestas de reforma fue aceptada. Únicamente algunos de sus informes merecieron la lectura de sus mandos.
La fama de la obra de Clausewitz está unida cronológicamente a los dos centenarios de la fecha de su nacimiento. Hacia 1880, su mejor discípulo o lector, el viejo Moltke, solía declarar se deuda y desvelaba para la historia que en el seno de las Instituciones militares germanas y en las escuelas de guerra de Francia se estaban aceptando las ideas de Clausewitz. Pero en Inglaterra y en los Estados Unidos, en Rusia y en Italia, los textos de Jomini le llevaban una impresionante ventaja. Únicamente se había producido un hecho irrelevante en las relaciones de Federico Engels con Carlos Marx, sin apenas publicidad, que señalaba la posibilidad de aplicar a la lucha de clases las fórmulas del melancólico oficial prusiano. En una España dolida por la prematura muerte de Villamartín, un krausista, Luis Vidart, todavía citaba a Clausewitz como una prueba más de las nieblas germánicas.
Hacia 1980, un notable intelectual, Raymond Aron, lanzaba a los escaparates los dos tomos de Pensez la Guerre donde se dejaba ver la posición central de la obra de Clausewitz en los tres grandes debates de 1870, de 1918 y de 1945. Clausewitz era el acusado, el testigo y el fiscal. Los demás actores, Bismarck y Moltke, Falkenhayn y Foch, Lenin y Lüdendorff, Hitler y Stalin, desfilaban por la sala para confesarse fieles o desviados en relación con las ideas de Clausewitz.
Entre ambos centenarios, los estudiosos del arte de la guerra (alemanes como Delbrück y Halweg, franceses como Gilbert y Beaufre, anglosajones como Liddell Hart y Kissinger) no han acabado de ponerse de acuerdo sobre lo diabólico o lo genial del pensamiento de Clausewitz. En España, mientras tanto, se tradujeron versiones abreviadas de De la Guerra a principios de siglo. La primera versión completa se ha logrado en época reciente. Fue prologada por el general Cano Hevia, un teórico penetrante muy próximo a la postura de L. Hart, gracias al servicio de Publicaciones del Estado Mayor del Ejército.
Una dialéctica original
Raymond Aron aceptaba ser considerado como un neoclausewitziano, aunque lo explicaba con estas palabras escasamente comprometedoras:
“¿Porqué esta larga familiaridad, la simpatía que profeso por un hombre de quién todo debería separarme? Romántico y razonable, implacable en sus análisis y de una sensibilidad estremecedora, Clausewitz pertenece al linaje de los Tucídides y los Maquiavelo, que, mediante el fracaso en la acción, encuentran el ocio y la resolución para elevar al nivel de la ciencia clara la teoría de un arte que practicaron imperfectamente”.
Personalmente, como Aron, estoy en contra de quienes utilizan fragmentos de aquella obra tan bien forjada para echar sobre su creador la responsabilidad de tantos sufrimientos. Creo que desde los textos clausewitzianos se puede ayudar a construir la paz y que, quienes se sirven de sus palabras para conducir nuevas hostilidades, poco tienen que ver con él.
No es que la obra principal del tratadista más famoso de todos los tiempos carezca de deficiencias graves. Es que nunca revela el placer por la violencia. Sobre la Guerra es el fruto de una mirada profunda hacia la realidad de su tiempo que se centra en un aspecto o fenómeno, la guerra, a la que sabe aislar con técnicas de fenomenólogo.
Clausewitz, por otras razones que las de su personal especulación, tomó partido por el Estado contra el Imperio, o mejor, por la pluralidad de Estados contra la hegemonía de uno de ellos, el hijo de la Revolución Francesa. Su empeño debe contemplarse como el ofrecimiento de una forma factible de resistencia al imperialismo más práctica que la teoría de Kant sobre la paz perpetua, más patriótica que el discurso de Fichte sobre la nacionalidad alemana y más realista que el sistema estatal de Hegel.
Nunca escribió una línea de filosofía propiamente dicha; pero se le ha considerado el filósofo de la guerra por antonomasia. Y es que se ha aceptado, ligeramente, la opinión que Lenin expresó en 1915 sobre Clausewitz: “uno de los grandes escritores de la historia militar en el que Hegel ha contribuido a fecundar sus ideas”, a la que se añade otra opinión, la del pensamiento militar de los aliados contra Hitler: “el precursor de los responsables de la degradación de la cultura alemana Treitschke, Nietzsche y Bernhardi”.
Ya en 1887, el francés George Gilbert, que tenía razones para descubrir en Clausewitz la huella de Montesquieu, no dudó en situarle entre los discípulos de Kant.
Mi postura se acerca a la que recientemente ha resumido Pierre Naville:
“El método dialéctico de Clausewitz es original… no llegó a estudiar a Hegel… quizás ni siquiera le conoció. Cuando Hegel llegó a Berlín en 1818, las ideas de Clausewitz ya tenían forma. Por el contrario, Clausewitz sí conoció a Kant y a Fichte. Después de 1806 estudió en Berlín bajo la dirección del kantiano Kiessewetter. La voluntad fíchteana del Yo dejó profunda huella en él y parece ser que Kant hizo que se interesara por la dialéctica. Sin embargo, lo que más influyó en Clausewitz fue el pensamiento dialéctico de Maquiavelo, junto con las lecturas de Montesquieu… No puede afirmarse que fuera un general hegeliano”.
Creo que el método dialéctico de Sobre la Guerra es original. Clausewitz no se merece ser contemplado ni como una excrescencia de los maestros pensadores del idealismo alemán (tesis de André Gluckmann), ni como un subterráneo educador de los hombres más violentos de su posteridad (tesis de Liddell Hart y de Ives Lacoste). Fue un autodidacta sencillo y sincero que, en ocasiones, buscó en las figuras filosóficas de su entorno una confirmación de lo que tenía bien sabido. Lo importante de Clausewitz son sus ideas personales, o mejor, sus intuiciones fundamentales, que él describe de este modo: “lo que se conoce por experiencia inmediata y singular, el fenómeno aprehendido por nuestros sentidos”.
Para entenderle hay que partir de su pesimismo vital que yo desprendo de sus dos crisis: la personal de sus creencias religiosas y la histórica de la derrota militar de 1806. En carta a su novia, María von Brühl, de 5 de octubre de 1807, escribió:
“Por muchos siglos que puedan existir y funcionar, hasta las más sublimes creaciones de la humanidad llevan en sí mismas el elemento de su propia destrucción”.
Clausewitz se refiere, indistintamente, al agotamiento de las grandes religiones y al hundimiento del Estado fundado por Federico el Grande. Su única tabla de salvación ya no serán las creencias, sino las ideas que él mismo se forje. Esta es la clave de su pensamiento.
Lo ha comprendido bastante bien Peter Paret, el autor de Clausewitz y el Estado. Aquí se destaca al escritor prusiano como “un miembro importante, excepcionalmente creativo, de la gene ración de alemanes cuya suerte determinaron Napoleón y Goethe, un soldado que había reunido un arsenal intelectual que en algunos aspectos era único”.
Paret reconoce en Clausewitz capacidad para combinar valores, y algo del método filosófico del idealismo alemán con un acusado sentido de la realidad. Le atribuye un punto de vista individualizado del pasado, que le acercaba al historicismo y una excelente comprensión de la forma en que funcionan los Estados, especialmente en sus relaciones exteriores y en la guerra:
“Fue su manera de combinar el punto de vista político y el social de la guerra –que también podría llamarse el punto de vista histórico– con un análisis estructural de cómo luchaban los hombres, lo que dio su fuerza a las teorías de Clausewitz».
En definitiva, Clausewitz será nada menos que un temprano descubridor de la historicidad de lo real que romperá muy pronto con el idealismo filosófico de sus maestros, ciertamente que de modo discreto.
La huella de Maquiavelo y de Montesquieu
Se puede hablar de débiles ecos de la actividad mental de los intelectuales alemanes llegados al tratadista a través de la amistad que el Joven Clausewitz mantuvo en el acantonamiento de Westfalia con Heinrich von Kleist, frustrado militar y poeta errante. Kleist, tras una crisis a favor de Kant padecida en 1801, sucumbiría dos décadas más tarde bajo la forma trágica del suicidio. Marie-Louise Steinhauser en la introducción a De la Revolución a la Restauración (Escritos y Cartas de Carl von Clausewitz), les descubre en 1811 como miembros activos de la Deutsche Tischgessellschaft, el club de románticos alemanes mejor dispuestos para la revuelta contra Napoleón: “Kleist y Clausewitz tienen en común la búsqueda de una inteligencia de la guerra y del fenómeno político.”
Se puede añadir la influencia del profesor Kiesewetter, expositor de la filosofía de Kant en la Escuela Superior de Medicina de Berlín llamada La Pépiniére, a cuyos cursos asistió Clausewitz desde el otoño de 1801, ya ingresado en la órbita magistral de Scharnhorst. Pero se trata de una influencia más cartesiana que kantiana. La guerra, por lo que escribe Clausewitz antes de Jena, es una realidad sometida al concepto omnipresente de fricción. Frente a Kant –frente a la impensable cosa en sí de Kant–, Clausewitz pone unos hechos que por causa de la fricción no dejan a la guerra adquirir las notas que idealmente le corresponden. La lógica de la guerra es una lógica del alma humana, que se materializa en el jefe del Ejército, en su personalidad –una cosa que piensa.
Se puede, por último, hablar de las ideas estéticas del dramaturgo Schiller, siempre vivas en las consideraciones de Clausewitz sobre el genio, en general, y sobre el general en jefe, en particular. La huella de Schiller se repetirá con ocasión de la visita de Clausewitz, recién liberado del cautiverio francés, a la localidad suiza de Coppet. Allí Clausewitz conoce a Madame de Stäel y a Wilheim y a Friedrich Schlegel y cambia impresiones con Benjamín Constant y Pestalozzi. Esta circunstancia, sin embargo, afectó sólo a los sentimientos del oficial prusiano.
Aquellas impresiones no afectaron al rigor lógico de Clausewitz, que sigue expresándose por máximas, como Montesquieu, y que sigue exclusivamente atento a la experiencia humana, como Maquiavelo. Cuando descubra quiénes entre los pensadores alemanes viven atentos al mismo binomio de escritores que él mismo –Fichte y Schleiermacher–, se enfrentará con ambos y levantará su vuelo solitario. La fecha crítica del despegue debe situarse en Berlín, el 15 de octubre de 1810, día de la casi simultánea apertura de la Universidad y de la Escuela de Guerra. A finales de marzo de 1812, a punto de partir para Rusia, Clausewitz lo tiene todo decidido y dará por clausurada la etapa de influencias para comportarse como un escritor aislado y solitario.
Maquiavelo y Montesquieu le habían hablado como clásicos, serenamente. Sus amistades alemanas, en cambio, le producían fiebre. Dos cartas suyas a Marie, fechadas en Köningsberg el 15 de abril de 1808 y el 12 de enero de 1809, nos dan la clave del tránsito:
“Hay notables cosas buenas, a mi entender, en Fichte, pero en conjunto, tal como dice Stein, no es más que una abstracción no muy práctica; es igualmente manifiesto que prescinde en exceso de toda alusión a la Historia y a la realidad empírica. Lo que ha dicho de 1a vocación del género humano y de la religión me gusta mucho. Tendría gran placer en seguir su curso de filosofía si llegara con tiempo, porque su manera de pensar me satisface plenamente y su lectura ha activado y reavivado toda esta tendencia al razonamiento especulativo que llevo en mí”.
“Si tú pudieras encontrar, querida María, el número de, junio del primer tomo de ‘Vesta’, una revista editada aquí, ten el cuidado de leer el estudio de Fichte sobre Maquiavelo y leerlo pensando en cuanto ha sucedido cerca de nosotros”.
Los primeros escritos de Clausewitz (1804), formalmente deudores del estilo de las reflexiones de Montesquieu, llaman a Maquiavelo “un hombre que juzga muy sanamente de las cosas de la guerra”. Pero se refieren también al estudio de la decadencia del Imperio Romano, al estilo de Montesquieu. Muy expresiva cíe su talante es la Nota 26, donde Clausewitz estalla en ira incontenible: “¿Por qué la historia es tan pobre en ejemplos útiles? Porque no se puede sacar nada de los generales mediocres o francamente malos”.
La influencia viva de Fichte y Pestalozzi
Clausewitz no confesó nunca el título de los libros que leyó antes de ponerse a escribir. Mientras estuvo acuartelado en una granja de Westfalia tomaba los de la biblioteca de Osnabrück procedentes de una logia de iluminados fundada allí en 1780. Clausewitz, un riguroso coetáneo de Krause (1781-183Z); pero no un krausista, despreciaba a los masones sobre quienes escribe a su novia con evidente desprecio: “Por casualidad llegaron a mis manos algunos folletos de iluminados y otros libros sobre perfectabilidad humana.”
Con el tiempo sabría que, como Krause, Fichte había entrado en 1793 en la secta, diez años después que Pestalozzi. Pera nunca rectificó su, juicio adverso contra las logias:
“… cuyo misticismo es demasiado superficial, carecen de sana inteligencia y desean parecer modernas. No tengo escrúpulos por rebelarme contra el indecoroso misticismo que siempre transporta al hombre a una negra ribera”.
Por entonces, Clausewitz había mejorado su rudimentario nivel cultural en la Academia Militar que abrió el coronel de su regimiento en Neuruppin (octubre de 1799). Pero fue en el Instituto cíe Ciencias Militares para jóvenes oficiales de Infantería y Caballería, convertido por Scharnhorst en Militärische Gessellchaft el 24 de enero de 1802, donde se forjó el grupo de cuarenta alumnos que bajo la tutela del coronel Phull, el coronel Massensbach y el general Scharnhorst, sentó las bases de la reforma militar prusiana. La famosa Allgemeine Kriegschule recibiría a Clausewitz como profesor en el verano de 1810, cuando ya era otro hombre, tan culto como delicado.
Las obras de Maquiavelo, Montaigne y Montesquieu están ahora entre las libros de Clausewitz al costado de los Tratados militares de Santa Cruz de Marcenado, Montecuccoli, Feuquières, Folard, Sajonia, Puysegur, Guibert y Lloyd. Lo que se subraya en ellos es la necesidad de conocer la psicología de los grandes jefes. Son los personajes de Schiller (Guillermo Tell, Gustavo Adolfo Wallenstein y Federico de Prusia) los que le entusiasman. Ha pasado ya la hora del noviazgo con Marie, cuando desde París, Clausewitz intentaba en el Louvre captar la espiritualidad de las pinturas de Rafael frente al naturalismo de Rubens y se expresaba con invocaciones a Dios y a la providencia. Ahora la clave está en la importancia de la educación. Clausewitz ha visitado atentamente el Instituto del Abad Sicard para sordomudos, la escuela de Iverdum (conducida por Pestalozzi) y la escuela de Fellemberg, un aventajado discípulo del pedagogo suizo, donde capta un extraordinario afán innovador.
Clausewitz se resistía a verse afectado por la ola religiosa del romanticismo alemán con su nostalgia fingidamente medieval. No se deja llevar por el sentido patriarcal del Estado ni por el nacionalismo de la lengua. Siente a todos los hombres de todas las naciones como semejantes. Lo que le importa es 1a ejemplar supervivencia del Ejército prusiano. Huye de las fórmulas dogmáticas en aras del contacto con una realidad cambiante. “Un ejemplo –escribe– es un suceso viviente, una fórmula es una abstracción.” La historia, base didáctica del quehacer de su padre espiritual, Scharnhorst, es para Clausewitz sólo una parte de la teoría que le suple cuando ésta es inútil.
“Clausewitz –concluye Paret– forzosamente tenía que estar de acuerdo con las enseñanzas de Fichte sobre la primacía de la razón práctica y su llamada a los alemanes para llevar unas vidas más activas que contemplativas en una época de crisis política, y cultural”.
Es cierto que nunca se separó de la terminología de Kant ni de sus teorías estéticas y antropológicas sobre los temperamentos. Mucho menos aún de su concepto del genio, definido a través de Kiesseweter como la unión de la imaginación y la razón a la que da vida el espíritu. Pero siempre queda más cerca de Fichte y de su primado de la moral:
“El sentimiento religioso –escribe Clausewitz contra Schleiermacher– en su pureza elemental existirá eternamente en los corazones de los hombres, pero ninguna religión positiva puede durar siempre. La virtud ejercerá eternamente una influencia beneficiosa sobre la sociedad”.
Entre los setenta suscriptores de la revista crítica Tratado sobre los filisteos, estarán con Clausewitz, además, del gran filósofo de la religión, Schleiermacher, sus mandos de la Allgemeine Kriesgschule. Son éstos quienes le inspiran mayor confianza, según Paret:
“Ciertas características del maduro trabajo teórico de Clausewitz muestran un parecido con los escritos de Scharnhorst, por ejemplo la función no prescriptiva de la teoría, el concepto absoluto del tema estudiado (1a guerra) que en la realidad se modifica y la preocupación por el individuo actuante”.
Para Clausewitz la religión no conduce a la reflexión. Su función es conducir éticamente la actividad de la vida diaria. No hay sitio para la revelación. En este punto, como en todos los demás, Clausewitz viene de Maquiavelo, se posa momentáneamente sobre Montesquieu, abandona muy pronto el teísmo moral de Kant, discute con Schleiermacher, se entrega a Fichte con reservas, sin darle la menor oportunidad a Hegel y se coge del brazo amigablemente con Pestalozzi. Este es el recorrido de una inteligencia independiente, que no soporta maestros.
La carta anónima que dirigió a Fichte el 12 de enero de 1809 empezaba con estas palabras, en pie de igualdad, que no debieron agradar al soberbio filósofo:
“Al caballero que escribió el ensayo sobre Maquiavelo… Hoy más que nunca, todos los ciudadanos deberían tener una opinión firme sobre lo que es la guerra, los que, ya están en el camino de comprenderlo deberían comunicarse entre ellos”.
Y es que ambos creían que la lectura de Maquiavelo ayudaría a la generación ciega y corrompida que vivió la Revolución Francesa a reconocer la primacía de la fuerza, incluida la fuerza militar, en la vida política. Ambos confiaban en la educación asumida por el Estado y llevada más allá de las elites. Estaban de acuerdo con los proyectos de Pestalozzi que presumían de ser naturales, ni dogmáticos ni escolásticos.
Entre todos los reformadores prusianos, Clausewitz destacaba por lo arraigado de su preocupación pedagógica. El ensayo que escribe sobre Pestalozzi a finales de 1807, cuya segunda parte se ha perdido, comenta con admiración la sencillez, la franqueza y el valor moral cíe Pestalozzi. Había que enseñar mediante ejemplos o demostraciones y con la libre interacción del profesor con sus alumnos.
Clausewitz no tuvo funciones docentes hasta sus treinta y un años. Lo hizo en el curso sobre la “pequeña guerra”, un certero análisis de la guerra tal como es en realidad que llama la atención por ser el contrapunto del libro I de Sobre la guerra. Me he ocupado de ello en un breve trabajo sobre “Clausewitz y la guerra de montaña”, publicado en el boletín del Ceseden del último octubre.
Lo más sorprendente es que Clausewitz también se mofaba de los dogmas militares. Toda la dificultad –decía– consiste en seguir siendo fieles durante la acción guerrera a los principios que nos hemos impuesto a nosotros mismos. Stein, que le conoció gracias a su amistad con Marie von Brühl, le calificó de hombre bravo, pero frío y estoico. No podía decir, como sus alumnos, que era desconcertante en sus interrupciones a los que exponían otras ideas.
Clausewitz debía encontrarse a gusto en las sesiones quincenales de la Christlich-Deutsche Tichgessellschaft donde se discutía de literatura y política y nunca de religión. Sabemos que Fichte acudió a la reunión del 24 de enero de 1812 para celebrar el primer centenario del nacimiento de Federico el Grande. Y es casi seguro que junto al matrimonio Clausewitz se sentaban Kleist, Schleiermacher y Savigny.
Fue una despedida. Porque Clausewitz había decidido darse de baja en el Ejército del Rey de Prusia y presentarse al Zar Alejandro. Hoy no nos sorprende saber que de los treinta oficiales prusianos que abandonaron el Ejército en un momento en que el gesto significaba una protesta, Federico Guillermo IV eligió a Clausewitz para darle el peor de los tratos. La sentencia del Tribunal que le condenó dice que “será privado de todas sus posesiones dentro de este territorio, así como de toda herencia que pudiese recibir en el futuro”.
Ciertamente que no fue perdonado del todo hasta después de su muerte merced a los buenos oficios de su amantísima esposa. Las ideas, que no las recónditas creencias de Clausewitz, quedaron escritas en Sobre la guerra como ideas de un solitario autodidacta que no fue comprendido en vida.
La actualidad del pensamiento de Clausewitz no procede, pues, de su éxito personal sino más bien de la mala conciencia que el trato realmente recibido en vida dejó en sus primeros discípulos. También procede de la quiebra de las condenaciones superficiales que hubo de sufrir su obra entre 1870, y 1945 de manos de quienes le identificaron con la agresividad alemana. Procede finalmente de la honestidad de sus últimos intérpretes, como Raymond Aron, Pierre Naville y Peter Paret.
La clave de la actualidad del pensamiento de Clausewitz está, por último, en relación directa con la actualidad del pensamiento de sus maestros Maquiavelo, Montesquieu, Fichte y Pestalozzi y en conexión indirecta con la falta de actualidad de cuantos utilizaron en las graves convulsiones europeas del citado periodo 1870-1945 de modo indebido la “fórmula de Clausewitz”.
Las dos estirpes desviadas del pensamiento clausewitziano
La influencia de la obra de Clausewitz tardó décadas en manifestarse. Aunque su viuda, María de Brühl, adelantó su publicación a los años inmediatos a la muerte de Carl, hay que llegar hasta 1852 para encontrar el Tratado sobre la guerra convertido en libro de texto de la Academia Militar en Berlín. Las traducciones al francés se produjeron a raíz del desastre de 1870. Hubo versiones fragmentarias, en inglés, a finales de siglo y versiones, aún más abreviadas, en español, sólo en los primeros años del siglo XX, como la de 1908 preparada por Abilio Barbero y Juan Seguí, primeros tenientes alumnos de la Escuela Superior de Guerra (Madrid, imprenta de la sección de hidrografía, Alcalá, 56) en 268 páginas.
Entre nosotros, a partir de 1940, se ha citado con frecuencia a Clausewitz, aunque no hemos tenido verdaderos clausewitzianos. Se le ha leído en contadas ocasiones y se ha confundido casi siempre el sentido de su aportación a la teoría de la guerra. En 1978 se editó en España el texto íntegro del Tratado –se manejaban anteriormente cuatro tomos de una edición del Círculo Militar de Buenos Aires– por el Servicio de Publicaciones del Estado Mayor Central. El prólogo del general Cano Hevia resalta la crítica clausewitziana a la absolutización conceptual de lo que por esencia es relativo. “De aquí se concluye, según Cano Hevia, que una cíe las grandes virtudes de los grandes capitanes y críticos sea la conciencia del campo de validez de sus propios juicios.”
Clausewitz sigue de actualidad, incluso para quienes le combaten con ardor. De las enseñanzas de Clausewitz han hecho uso muy distinto los militares del Occidente (y del Oriente) europeo, los dirigentes de las grandes potencias y los cabecillas del Tercer Mundo. Clausewitz sigue siendo el frontón donde se estrellan encontradas opiniones. El mérito de los trabajos de Raymond Aron reunidos en Pensar la guerra quizá consista en haber puesto de relieve la existencia de dos estirpes desviadas de clausewitzianos –la de los tratadistas militares germano-franceses, rota por el libro de Ludendorff La guerra total, y la de los doctrinarios de la revolución social y de la insurrección armada, rota por la condena varias veces formulada por José Stalin–. Hoy, lo difícil es encontrar pensadores de condición civil o militar que, como recientemente Raymond Aron o Von Seeckt, en su día, se hayan preocupado por corregir los desvíos y por certificar las rupturas. Este comentario, sin embargo, prolonga modestamente la actitud moderada de Von Seeckt y de Raymond Aron.
Los tratadistas franceses –Aron cita como pionero a un oficial polaco, Bystrzonowski, al servicio del Ejército francés de los africanistas, tipo Bugeaud, que publicó unos artículos en 1845– han estado obsesionados por el conocimiento de las ideas del eterno rival para asimilarlas y vencer con ellas a los Ejércitos alemanes. Es el caso del ingeniero militar De la Barre Dupart y del coronel Georges Gilbert. De la Barre utilizó la traducción del Tratado del mayor belga Paul Neums de 1853. Gilbert, que se sirve de la traducción de De Vatry de 1886, no se ocupó de Clausewitz hasta 1887. Hay que esperar a 1911 para que el general Hubert. Camon, discípulo de Foch, llamara con temor a C1ausewitz el más alemán de los alemanes. Todavía en 1941, el gran pensador liberal Bertrand de .Jouvenel en Aprés la défaute dedicaba el capítulo VII, Las responsabilidades del mundo militar, a recordar que “yo he demostrado desde antes de la guerra que la gran política de Alemania ha sido conducida siempre desde la estrategia”.
Los tratadistas británicos, presididos finalmente por la pasión anticlausewitziana de Liddell Hart y del general Fuller, no sólo descubren siniestros designios en los discípulos germanos del tratadista prusiano –Moltke, Falkenhayn y Seeckt–, sino en los generales Ludendorff y Foch; es decir, en los dos pensadores que públicamente se manifestaron hostiles al pensamiento de Clausewitz. Se dio, pues, en Inglaterra una intencionada diabolización del autor del Tratado que debemos considerar injusta.
Raymond Aron reconoce en la obra de Clausewitz los aciertos teóricos que no asimilaron entre 1914 y 1918 ni sus fervorosos discípulos ni sus ardientes detractores. Podemos resumirlos en estos seis puntos:
- Llevar la causa profunda de las guerras desde el simple sentimiento hostil a la intencionalidad hostil de los dirigentes políticos del Estado.
- Señalar que en los pueblos civilizados la inteligencia ocupa un espacio mayor que en los retrasados y que sólo aquéllos saben emplear la fuerza de modo más eficaz que éstos los instintos.
- Constatar que las guerras no concluyen hasta que el rival no somete su voluntad a la voluntad del vencedor.
- Ofrecer una excelente clasificación de los tres aspectos básicos de la guerra: el elemento pasional que se vincula al pueblo, el elemento intelectual que se asocia al Gobierno y el elemento aleatorio que se adjudica al Ejército.
- Diferenciar nítidamente lo peculiar de la estrategia –arte de vencer con el mínimo sufrimiento– de lo peculiar de la diplomacia–arte de convencer sin el empleo de la fuerza.
- Propugnar que la dirección de la guerra debe corresponder por entero a las intenciones de la política, si bien ésta debe adaptarse previamente a los medios de guerra disponibles.
El sensato reformador Von Seeckt, un fiel clausewitziano, en una obra de 1929 que entusiasmó a Jorge Vigón, Pensées d’un soldat, concedía que la guerra era siempre un fracaso de la política, un remedio fatal para las cosas que no tienen remedio. No pensaron así los generales hitlerianos. Para Seeckt todo fracaso de la política debía ser tomado como temporal. En coincidencia con Aron creía que todas las guerras tienen solución política y muy pocas solución militar. La política, enseñará Aron, es el instrumento que permite volver sobre las causas de cada guerra y contribuir a su liquidación. Esto, que estaba en la mente de Clausewitz, no fue asimilado por la estirpe clausewitziana de los tratadistas germano-franceses de la “Europa entre dos guerras”, que simplificaron las simplificaciones de Clausewitz hasta llegar al simplismo del que fueron portavoces en Francia, Fernand Foch, y en Alemania, Eric Ludendorff.
Los teóricos de la otra estirpe desviada –la estirpe marxista de clausewitzianos– se agarraron a otros fragmentos de su doctrina, los del armamento del pueblo, como acaba de hacer Fidel Castro al conmemorar los treinta años de la revolución cubana. Son los fragmentos menos realzados en el Tratado, aunque se desarrollen en otros escritos. Pero ni estos fragmentos populistas ni los fragmentos militaristas, deudores de la ascensión hacia los extremos, están en el centro de la reflexión del general prusiano. De aquí que las dos estirpes sean, de hecho, dos estirpes desviadas inexorablemente obligadas a romper con los orígenes, es decir, con el Tratado sobre la Guerra.
Clausewitz enseñaba que la destrucción de las fuerzas armadas enemigas asegura la posesión del territorio, pero no que la posesión del territorio sea útil en absoluto para la destrucción de las fuerzas armadas. Que el centro de gravedad de cada teatro de operaciones es un concepto indispensable para la representación simplificada de la lucha; pero que no hay que tratarle como si fuera un punto fijo en la cartografía. Que las guerras se aproximan a su forma absoluta cuando los dos beligerantes buscan la decisión; pero que no es el caso de la mayoría de las guerras, donde lo frecuente es que ambos Ejércitos se comporten como masas de observación. Que la defensiva es tácticamente fuerte por el beneficio que puede obtenerse de la sorpresa, del conocimiento del terreno y de los asaltos bien coordinados contra fracciones del adversario; pero lo es mucho más a nivel estratégico por el apoyo conjunto de las fortalezas, del pueblo en armas y de la moral ascendente. Que la noción de resistencia, como la idea de represalia, al estar vinculadas al fundamento mismo del espíritu defensivo, son tanto más eficaces cuanto más se extiendan a la totalidad del teatro de operaciones, incluso si se elige la modalidad estratégica de la retirada al interior del país. Que la aproximación a la forma absoluta de la guerra no proviene de la combatividad del soldado, sino del hecho de prohibir la comunicación humana con el adversario, único factor moderador de las intenciones hostiles. Que la teoría táctica, por ser más fácil, se presta mejor que la teoría estratégica al establecimiento de principios, pero no por ello debemos esperar demasiado de su aplicación al margen de un buen designio estratégico, etcétera…
El análisis de Aron nos deja ver con claridad lo que fue Clausewitz –un representante típico de la elite racionalista y romántica que conoció Europa a las salidas de las guerras de la Revolución y del Imperio y que, por pertenecer a una familia de teólogos protestantes, hizo con sus reflexiones algo demasiado parecido a una teología de la guerra–:
“Clausewitz escribe en estilo filosófico sin comprender nada la filosofía… El Espíritu de las Leyes de Montesquieu le sirve vagamente de modelo… La ambición de Clausewitz, como la de Montesquieu y la de todos los sociólogos, es hacer inteligible a la historia y racional a la acción… Su reacción en 1815 contra la conducta de Prusia y su admiración por la actitud de los ingleses testimonian su fidelidad a la filosofía pre-revolucionaria del sistema europeo”.
Desde esta interpretación se entiende la recuperación del prestigio de Clausewitz a la salida de la hecatombe de 1945 y el oscurecimiento actual de las dos estirpes desviadas. Debería ser considerado –escribe Aron– un buen asesor de la Organización de las Naciones Unidas. Domina en Clausewitz la idea de que cada tipo de guerra corresponde a un tipo de régimen político y que una estrategia buena para un tipo de conflicto puede ser inadecuada para otro. Hoy son escasos los estudiosos que se empeñan en verle como un metafísico de la violencia. Este oficial de E.M. “cultivado, curioso, dotado de talento literario y poder de análisis” puede ser mejor comprendido desde la economía política o desde las teorías de los juegos. Los juicios de Liddell Hart no son aceptables de ninguna manera si se refieren a Clausewitz mismo:
“… un estratega que ignora la maniobra, que busca el choque directo, brutal, sangriento, donde el número decide el resultado, doctrinario de los Ejércitos nacionales y de la conscripción que transfigura por una especie de marsellesa prusiana las matanzas de Eylau y de Borodino y prepara, al justificar el avance de Napoleón hacia Moscú en 1812, las matanzas de Flandes o el Camino de las Damas”.
Se trata de una crítica al binomio Ludendorff-Foch de la gran guerra, ajena del todo a Clausewitz. Como escribe Aron:
“Clausewitz interpreta la búsqueda de la batalla decisiva en la época napoleónica como el retorno indeseable a la naturaleza original de la guerra sin dar una sola muestra de satisfacción. Es la inteligencia del jefe lo que restaura la unidad de la lucha allá donde la complejidad de las fuerzas armadas o la de la misma sociedad producen anarquía y desorden”.
Clausewitz en el pensamiento de Marx y de Engels
“Engels y Marx –nos dice Clemente Azcona en las palabras de presentación del cuaderno 75 de Pasado y Presente, Clausewitz en el pensamiento marxista, aparecido el 31 de agosto de 1979–, además de conocer y apreciar las obras de Clausewitz, delinearon su visión de la guerra y de los conflictos armados en general en una forma tal que parece para una serie de cuestiones fundamentales (naturaleza de guerra, relación guerra-política, estrategia y táctica, ofensiva ,y defensiva, etcétera) como el desarrollo natural en sentido materialista y dialéctico del pensamiento clausewitziano”.
La conclusión de Azcona nos parece, sin embargo, excesiva: “Las tesis de Clausewitz no pueden ser ignoradas si uno quiere mantenerse en el ámbito de la teoría marxista.”
Con todo, es significativa la presencia entre los amigos militares de Engels de estudiosos del Tratado de la Guerra.
“El nombre del teórico militar prusiano aparece por primera vez el los escritos de Engels en una carta que dirigió a su amigo Joseph Weydenmeyer, quien, en 1848, se pasó al bando de los insurrectos y luego, emigrado a América, en la década del sesenta toma parte en la guerra de Secesión en las filas del Ejército norteño con el grado de coronel”.
Un historiador actual, Dirk Blasius, en una obra aún no traducida de 1966, Carl von Clausewitz und die Hauptdenker des Marxismus, (que comenta Gallie; profesor de la Universidad de Cambridge en un libro de 1978, cuya versión española de 1980 lleva el título de Filósofos de la paz y de la guerra), ha llevado la comparación más lejos todavía:
“El historiador alemán –escribe W. B. Gallie en el capítulo IV, Marx y Engels: la revolución y la guerra, del citado libro– ha demostrado más allá de toda duda, no sólo lo seriamente que los dirigentes marxistas estudiaron De la Guerra, sino también lo próximas a sus propias preocupaciones esenciales con que reconocieron las enseñanzas de Clausewitz”.
Con razón Gallie pone de relieve la preocupación de los revolucionarios, tras 1849, por la guerra y por la fuerza militar. Querían estar en condiciones de predecir, planificar y proyectar sus operaciones de modo eficaz. Particularmente, dice de Engels que llegó a escribir cerca de dos mil páginas de letra menuda sobre temas militares. Aunque exagera al llamarle “el crítico más perspicaz del siglo XIX”, no hay que menospreciar el hecho `de que se introdujera en las obras de Clausewitz, Jomini y Willisen y de los demás tratadistas militares de la época y que narrara con detalles todas las guerras y revoluciones de su tiempo sin excluir la guerra civil norteamericana, nuestra guerra de África de 1860 y, anteriormente, la vicalvarada de 1854.
Y es que Engels veía las guerras como catalizadores de la actividad revolucionaria y como pruebas de supervivencia para los movimientos revolucionarios. Ahora bien, a mi modo de ver, la posición general sobre la guerra de los fundadores del marxismo es subsidiaria de su teoría de la revolución, pero no constituye una parte de dicha teoría. Porque…
“e1 marxismo no encuentra nada creador –o de valor humano positivo– en la guerra en sí…, los valores humanos surgen (le las presiones en favor del cambio social”.
Esta conclusión de Gallie, a mi modo de ver correcta, está tomada de lo que Marx le dijo a su amigo Kugelman en una carta muy comentada por los biógrafos del fundador del marxismo:
“… tenemos la necesidad no ya de transferir la maquinaria burocrática militar de unas manos a otras, sino más bien de aplastarla… como condición esencial de toda revolución verdadera en el continente europeo”.
E1 Tratado no fue acogido por Marx y Engels con voluntad de seguimiento. Se recibió como el retrato del enemigo a batir. “En política –escribió Engels– sólo hay dos fuerzas decisivas: la fuerza organizada del Estado y la fuerza elemental desorganizada de las masas populares.” E1 proceso irá adelante según tres tiempos: guerra del pueblo, guerra civil y lucha de clases hasta un desenlace utópico que podríamos llamar un paraíso terrenal.
El retrato que el profesor británico hace de Engels, muy típico de los laboristas como Liddell Hart, recuerda a los retratos que ellos mismos ofrecen de Clausewitz:
“… espero que esa figura enigmática –tan exuberantemente enérgica y multifacética, aunque curiosamente modesta y tímida, tan patéticamente tierna y leal en sus relaciones personales, aunque ocasionalmente áspera y brutal en sus juicios intelectuales– será rehabilitada algún día por los futuros historiadores del marxismo”.
Y es que el positivo gusto de Engels por la vida militar, el calificativo de “general” que le dieron sus compañeros y el aprecio del ejercicio de la caza como entretenimiento o de la lucha céltica como deporte, hicieron posible que ya en 1852 apareciera un artículo suyo, Alemania, revolución y contrarrevolución, donde Clausewitz asoma las orejas. Y ha sido S. Naumann en Engels y Marx: Military concepts of the Social Revolution, quien lo ha hecho notar a Edward Mead Eaerle, el conocido autor de Makers of Modern Strategy. Engels es, con todo derecho, el animador de la estirpe de clausewitzianos que pasará por Lenin y por Stalin y que desembocará en Mao, no sin propiciar antes una ruptura flagrante hacia los años veinte con lo más esencialmente clausewitziano.
Muy particular es el caso de Mao Tse Tung. Su atención a la obra de Clausewitz, a través de los comentarios cíe Leniri escritos en Suiza a partir de 1915, fue mayor que la de los generales de Hitler. Estos, muy afectados por los sarcasmos anticlausewitzianos de Ludendorff, se consideraron continuadores de Schlieffen, “extraordinario técnico de las operaciones” que, según Aron, “no conservó un ápice del espíritu filosófico, de la tendencia a la meditación, de la inteligencia política del autor del Tratado. En definitiva, las dos estirpes desviadas ya habían superado el punto de ruptura en el año crítico de 1914.
La estirpe de los teóricos de la insurrección armada
El escritor comunista Otto Braun, aconsejado por el historiador soviético de la era staliniana Mehring, se decidió a publicar íntegras las acotaciones que Lenin, refugiado en Ginebra, hizo de su puño y letra a los textos de Clausewitz. Con ellas delante, uno de los profesores de Historia Militar de la Academia Frunké, el coronel E. Razin, tuvo la audacia de escribir a Stalin para saber si habían envejecido o no las tesis de Lenin sobre Clausewitz.
Razin se había dejado impresionar por un trabajo del teniente coronel Mescheriakov que, bajo el título Clausewitz y la ideología militar alemana, dejaba lista para sentencia la cuestión: Clausewitz era un reaccionario en estado puro.
La respuesta de Stalin fue nacionalista, a su modo. Primero colocó a Lenin, prudentemente, varios cuerpos detrás de Engels, eso sí, solo en cuanto tratadista militar:
“Lenin –dice Stalin– no se consideraba un conocedor profundo de las cuestiones militares. Lenin abordó los trabajos de Clausewitz no como militar, sino como político… Clausewitz no fue, en suma, un representante del período manufacturero de la guerra. Pero ahora estamos en el período de la guerra de maquinarias…; en consecuencia, es ridículo tomar ahora lecciones de Clausewitz”.
A continuación, Stalin sacó a la vista su orgullo ruso:
“Todo esto también lo conocía en profundidad nuestro genial estratega Kutusow, quien, como usted recordará, venció a Napoleón y a su ejército con ayudas de una contraofensiva bien preparada”.
En la antología preparada por Clemente Azcona, Clausewitz en el pensamiento marxista, se discrepa de Stalin. Dos escritores, Engelsberg, y Korfes, le calificaron de oportunista. Ambos reconocen lo que hubo de revolucionario en él modo de pensar de Clausewitz y demandan el aprovechamiento de sus enseñanzas no para el empleo de los efectivos militares, sino para la obtención de ventajas en una organización de la violencia que merezca el calificativo de revolucionaria.
Lo que verdaderamente quería organizar Stalin salta a las páginas, hoy objeto de abominación incluso para los partidos comunistas, del libro que se tituló La insurrección Armada. Un inexistente personaje que se llamaría A. Neuberg recogía la responsabilidad (le autor de unos textos de varios autores seleccionados por Stalin, entre los que estaban el mariscal Tujachenky, el ideólogo Ho Chi Minh, el dirigente Palmiro Togliatti y el famoso “general Walter” de la guerra de España. Fue una obra con junta del Secretariado (le la Internacional Comunista, del Estado Mayor del Ejército Rojo soviético y del Instituto Marx-Engels (le Moscú, que sería utilizado como el manual de los revolucionarios.
La primera edición se publicó en Alemania en 1928. En 1931, se editó en Francia por el Partido Comunista. Ese mismo año, la editorial madrileña Rojas la vertió al español. Personalmente he manejado la edición argentina de Pueblo en armas, de 1972, y la de Akal Editor, de 1977, y, finalmente, la de Editorial Fontomara (abril de 1978), que son las tres ediciones más difundidas en la actualidad por todo el mundo hispánico.
Para los autores del libro, el arte de la insurrección armada es la forma superior de la lucha política del proletariado. Nada hay en ella análogo al eurocomunismo de Gramsci. E1 libro rememora las efemérides sangrientas de Estonia en 1924, de Hamburgo en 1923, de Canton en 1927 y de Sanghai por los mismos años. Explica una estrategia, pensada por profesionales de las armas al servicio del comunismo internacional, que nada tiene que ver con compromiso histórico alguno entre las izquierdas de las democracias occidentales.
El lenguaje clausewitziano está omnipresente en el libro, pero no el nombre del creador de la estirpe. La desviación de los orígenes es completa. La intención hostil de la inteligencia del Partido diaboliza a los adversarios y busca ansiosamente el estallido de la guerra civil como oportunidad revolucionaria óptima para el proletariado.
La estirpe desviada de clausewitzianos en este texto doctrinal va no dice nada sobre la razón o la sinrazón del autor del Tratado. Ha formado otro tratado que, afortunadamente para la población civil, ya no es anunciado como la doctrina de unos partidos de masas o de una superpotencia. Pero el contexto de agresividad social es tan fuerte que únicamente las bandas armadas que operan desde la clandestinidad podrían utilizar las normas de La insurrección armada, de A. Neuberg, en Europa occidental.