Acercar la diplomacia a los españoles
El ejercicio de la política exterior es, en el pleno sentido de la palabra, política, como lo son la defensa, la justicia, la política monetaria o la fiscal, todo aquello que no es externalizable, salvo que libremente se participe en un proceso de integración regional. Es este caso la defensa de los intereses nacionales exigirá a nuestros representantes un esfuerzo continuo para hacerlos valer en los complejos procesos de toma de decisión común.
Diplomacia es también el ejercicio de la Administración en el exterior lo que, en un mundo crecientemente globalizado supone un reto mayor. Pero la globalización, sin duda una de las señas de identidad del tiempo que vivimos, obliga a nuestros diplomáticos a ir más allá de las funciones puramente administrativas para tratar de defender nuestros intereses, expuestos a lo ancho del planeta, en un cotidiano ejercicio de política.
Si participamos y vivimos la vida en comunidad, si decidimos a través de nuestra participación democrática, es perentorio que tengamos un conocimiento cabal de nuestra diplomacia, su historia, su funcionamiento, sus limitaciones y sus retos en un tiempo de trasformación. Si no es así, y no lo es, reconozcamos que tenemos un problema que afecta la calidad de nuestra democracia. El hecho se agrava si tenemos en cuenta que España es un Estado Miembro de la Unión Europea, que es libremente partícipe de un proceso de integración, de incierto destino, pero que ha llegado a tal grado que casi todo lo relevante para la vida en comunidad se discute y aprueba en las instituciones comunitarias.
Nada es porque sí. Somos el resultado de nuestra historia. Para comprender el arraigo de “las políticas de campanario”, se precisa la expresión de nuestros ilustrados dieciochescos para criticar el desinterés de los españoles de aquellos días por lo que ocurría más allá de su parroquia. Hay que tener en cuenta que, durante mucho tiempo, la diplomacia, entendida como política de estado, estaba restringida a una minoría de iniciados formada por la alta clase política y algunos cuerpos superiores de la administración del Estado. Todavía hoy nos encontramos con comportamientos en exceso reservados, que casan mal con la socialización de la política y con el acceso a ingentes cantidades de información. Ortega nos explicó hace un siglo que la política es, sobre todo, pedagogía, que los gobernantes tienen el deber de explicar la realidad para poder proponer legítimamente políticas dirigidas a su trasformación en beneficio de la comunidad. Este deber pedagógico es una asignatura pendiente de nuestra diplomacia.
Para muchos extranjeros resulta difícil de entender cómo un Estado que ha sido imperio durante tanto tiempo, que ha organizado la vida en partes importantes del planeta, cuyos dirigentes han sido admirados por grandes tratadistas… viva tan de espaldas a lo que ocurre en el resto del mundo. La respuesta está en el alto coste que aquellas aventuras acabaron teniendo en la vida del español de a pie y en la sucesión de fracasos a la hora de organizar nuestra convivencia. La crisis del Imperio coincide con la invasión napoleónica, con las posteriores Guerras Carlistas, las últimas coloniales, la Guerra Civil, espadones, dictadores y democracias traicionadas por sus propios dirigentes, hasta hoy mismo, cuando nos encontramos ante el cuestionamiento del sistema político establecido con la Constitución de 1978. España vive ensimismada porque los españoles no somos capaces de resolver nuestra propia convivencia.
Una o varias explicaciones no tienen por qué convertirse en justificaciones. Estamos viviendo un período de profunda trasformación en todos los planos que, entre otras características, nos lleva a una confusión entre lo interno y lo externo, lo nacional y lo internacional, poniendo en cuestión el significado y la práctica tradicional de la soberanía. Ahora más que nunca necesitamos que la cultura internacionalista aumente entre los españoles. No sólo es fundamental que sepamos más de la historia de las relaciones internacionales, como base para entender lo que está ocurriendo en la actualidad, además tenemos que conocer y entender nuestro papel en los buenos y en los malos momentos, en los aciertos y en los errores, de nuestra historia reciente.
Por todo lo anterior el libro escrito por el embajador Silos Manso es particularmente oportuno e importante. Desde luego no es el primer diplomático español que escribe un libro sobre diplomacia. Sin embargo, en la mayoría de los casos son memorias, como las recientemente publicadas por el también embajador Elorza. Todas interesantes, pero centradas en sus propias vivencias. En casos más contados tenemos ensayos doctrinales, por principio más polémicos. El caso del trabajo que nos ocupa es otro, que parte de un reto a la hora de catalogarlo ¿Cómo hacerlo? No es exactamente un libro de historia. No son unas memorias. No es un ensayo doctrinal. No es un diccionario de la política exterior española. En justicia podríamos decir que es un poco de todos ellos, pero a ninguno de ellos corresponde. Tratando de buscar una etiqueta me inclino por la de “guía”. A mi modo de ver lo que el embajador Manso ha tratado de ofrecer es un instrumento de fácil utilización que ayude, al iniciado o al por iniciar, a acercarse a nuestra historia reciente de la forma más fácil y precisa.
Dividido en doce capítulos dotados de coherencia cronológica y política, el libro nos permite acercarnos a un período concreto con la tranquilidad de saber que vamos a encontrar una síntesis solvente de los temas fundamentales que caracterizaron esos días. No es, por lo tanto, un libro para leer de principio a fin y dejar reposar a continuación en un estante de nuestra biblioteca, sino una obra de consulta que conviene tener a mano para volver a ella una y otra vez.
El esfuerzo que ha hecho el embajador Manso es un ejemplo del trabajo pendiente para facilitar la superación de esas carencias sociales a las que venimos haciendo referencia. No somos lo que somos por casualidad, sino como resultado de nuestra historia. Sólo conociéndola nos podremos entender a nosotros mismos y a nuestros diplomáticos y políticos a la hora de ejercer la acción exterior. Conocer exige voluntad, pero también medios. Este libro supone un significativo aporte para facilitar esa tan necesaria misión.