En diciembre de 2015, la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó la Agenda 2030. Lo hizo con un consenso unánime: 193 países se comprometieron a alcanzar, en tan solo 15 años, los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Desplegados en 169 metas, los ODS representaban una síntesis de los anhelos de dos comunidades internacionales de cooperación que hasta entonces habían avanzado por sendas diferentes. La primera, ocupada en remediar el hambre, la pobreza y la inequidad que asola a una parte importante de los seres humanos, había obtenido ciertos resultados tangibles bajo el impulso de los Objetivos del Milenio (2000-15). La segunda, centrada en el impacto de las actividades humanas en el ecosistema del planeta y en particular en el cambio climático, ganaba intensidad ante las evidencias crecientes de que las predicciones de los científicos se materializan más pronto que tarde.
Ya en diciembre de 2014, el entonces secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, en su Informe de Síntesis y bajo el lema “El camino a la dignidad”, anticipaba el espíritu que habría de presidir el logro de los ODS. Se trataba de un empeño común de toda la humanidad que apelaba a la participación y la responsabilidad de todos: personas, organizaciones y gobiernos de países desarrollados y menos desarrollados de toda la geografía mundial. Un empeño de tal profundidad y alcance requiere una movilización sin precedentes. Movilización que sería penosamente ingenuo confiar a la inercia, a seguir haciendo las cosas como siempre, al business as usual. Todos sabemos por experiencia propia que es arduo cambiar nuestros hábitos. Nuevos objetivos implican nuevas actividades que requieren modificar arraigadas formas de hacer de personas y organizaciones.
Las grandes transformaciones históricas, aunque siempre han contado con un liderazgo poderoso por parte de un grupo limitado de personas, han necesitado un…