A vueltas con el fascismo
¿Es Jair Bolsonaro un fascista? ¿Y Matteo Salvini? ¿Marine Le Pen? ¿Recep Tayyip Erdogan? ¿Vladímir Putin? ¿Y Donald Trump? ¿Es el presidente de EEUU un fascista? Según Madeleine Albright, sí, todos ellos llevan a un fascista en su interior, de manera más o menos explícita, más o menos consciente. ¿No estaremos exagerando? No, advierte Albright, que en su último libro, Fascismo, nos recuerda que este no suele hacer una entrada espectacular en la escena política. Por lo general empieza con un personaje aparentemente menor, que va adquiriendo entidad con el tiempo, a medida que los eventos dramáticos se suceden. Y cuando surge la oportunidad, la tormenta perfecta, el fascista está preparado para atacar.
El uso casi cotidiano del término está devaluando la que fue –y sigue siendo; menos violenta, igual de sibilina– una de las plagas más letales del letal siglo XX. Que aparezca un libro sobre la materia no parece que vaya a ayudar a mitigar el problema, pero en este caso su autora –que sabe de lo que habla, en la teoría y en la práctica: fue secretaria de Estado con Bill Clinton; antes, embajadora de EEUU ante la ONU; antes, profesora en Georgetown, y mucho antes, refugiada huyendo primero de las huestes de Hitler y luego de las de Stalin– aborda el asunto con la suficiente honradez política, escrúpulo académico y emoción personal como para prestar atención. Además, no duda en reconocer, ya en las primeras páginas, que en efecto estamos abusando del término. “¿Qué estás en desacuerdo con alguien? –se pregunta Albright–. Llámalo fascista y así te evitas tener que apoyar tu argumentación con hechos”.
En el diccionario de la Real Academia Española, el término fascismo tiene tres acepciones. La primera se refiere al “movimiento político y social de carácter totalitario que se desarrolló en Italia en la primera mitad del siglo XX, y que se caracterizaba por el corporativismo y la exaltación nacionalista”. La segunda habla de la “doctrina del fascismo italiano y de los movimientos políticos similares surgidos en otros países”. Y la tercera dice: “Actitud autoritaria y antidemocrática que socialmente se considera relacionada con el fascismo”.
Albright aborda en su obra las tres acepciones –el repaso histórico de Hitler, Mussolini y Stalin, entre otros, es sintético, sugerente, dando paso a ejemplos más cercanos: Milosevic, Chávez–, pero la que más le interesa es la tercera, más relacionada con la política que con la academia. Sus definiciones del término –“en esta materia no hay definiciones completamente consensuadas ni plenamente satisfactorias, aunque los académicos han empleado océanos de tinta en el intento”– giran en torno a la hipótesis de que el fascismo no es tanto una ideología política, sino un medio para conseguir y mantener el poder.
Según Albright, el fascismo es una forma extrema de gobierno autoritario, con objetivos mutables, principios volátiles y, ante todo, afán depredador. Pero matiza: “Un fascista será probablemente un tirano, pero un tirano no es necesariamente un fascista”. Los fascistas no son dictadores al uso, autócratas medievales. Los dictadores modernos suelen recelar de sus ciudadanos –de ahí las guardias nacionales, por ejemplo, que garantizan su seguridad–; un fascista, en cambio, “espera contar con el respaldo de la muchedumbre”.
A diferencia de la monarquía o de una dictadura militar impuesta desde arriba, el fascismo obtiene energía de los hombres y las mujeres que están descontentos por una guerra perdida, un empleo perdido, el recuerdo de una humillación o la idea de que su país está en declive, explica Albright. “Cuanto más dolor haya en la base del resentimiento, más fácil le resultará a un dirigente fascista obtener seguidores, sea incentivándolos con una mejora futura o prometiendo la devolución de lo robado”, añade. Son evangelistas laicos que explotan el deseo humano, prácticamente universal, de formar parte de algo significativo. Y no dudan para ello en excluir al resto, en atacarlo.
Si Primo Levi tiene razón, cada época tiene su fascismo. Leyendo a Albright, ¿cómo no pensar en Putin? ¿En Erdogan? ¿En Salvini o en Bolsonaro? ¿Cómo no pensar en Trump? Todo ellos flirtean con el fascismo y alguno, quién sabe, quizá acabe dando un paso más allá. Orwell, otro que sabía de lo que hablaba, ya lo vio claro: según él, la mejor palabra para definir a un fascista es la de “matón”. Hoy, advierte Albright, los matones campan cada vez más a sus anchas, ante el estupor de muchos y el apoyo de otros tantos. Conviene, al menos, saber señalarlos con el dedo.