Los levantamientos en Túnez y El Cairo a principios de 2011 cautivaron a los europeos. Durante décadas, existió la impresión de que la calle árabe solo podía movilizarse por el sentimiento anti-israelí o antioccidental. Sin embargo, ahí estaba de repente el espectáculo de unas manifestaciones masivas en las que participaban predominantemente hombres y mujeres jóvenes que desafiaban el sistema represivo estatal para pedir a sus gobernantes que abandonasen el poder. Pacífica pero implacablemente, exigían libertad y dignidad. ¿Quién no se sentiría inspirado por su espectacular éxito?
La oportunidad para Europa de prestar un apoyo decisivo a la “primavera árabe” se presentó pronto en Libia, con Francia y Reino Unido a la cabeza de una operación militar fundamentalmente europea que, tras algunos periodos angustiosos, fue capaz de detener la campaña de Muamar el Gadafi. Mientras las multitudes tomaban las calles en Siria y Yemen, y las autoridades en Argelia y Marruecos se ponían en marcha para convocar elecciones, la oleada democrática parecía tener un empuje imparable.
Año y medio más tarde, las cosas tienen otro aspecto. La revolución siria se ha degradado hasta convertirse en una sangrienta guerra civil. En Egipto, las maniobras de los dirigentes militares “interinos” han enseñado una dura lección: que la decapitación de un régimen autocrático puede no ser más que el comienzo de una revolución democrática. En Libia, a pesar de las recientes elecciones, el poder sigue residiendo en las milicias regionales armadas hasta los dientes. Incluso en Túnez, donde la transición democrática parecía avanzar sin demasiadas complicaciones, la unidad nacional y la euforia se han visto eclipsadas por la polarización política y social y por una especie de resaca post-revolucionaria. La escala de los desafíos –lograr el consenso político nacional, generar empleo y crecimiento, restaurar la ley y el orden– es descomunal. Por tanto, no es de extrañar que aumenten las dudas sobre si las (muy diferentes) autocracias de Argelia y Marruecos son sinceras en cuanto a su compromiso con la reforma, o si en realidad solo están ganando tiempo mientras esperan a ver si la marea democrática mantiene su empuje, o se disipa y se retira.
Acabar con una relación transmediterránea insustancial
La actitud de Europa también ha evolucionado. Los levantamientos iniciales causaron una profunda conmoción no solo por su imprevisibilidad, sino por el modo en que destruyeron el pacto que durante mucho tiempo había sido la base real de las políticas europeas en todo el Mediterráneo (una discreta complicidad con las autocracias, a cambio de su cooperación para mantener a raya a sus ingentes poblaciones e inquietante religión). La consecuencia ha sido una relación transmediterránea curiosamente insustancial. Incluso teniendo en cuenta las grandes importaciones de petróleo y gas de Libia y Argelia, los Estados norteafricanos en conjunto han representado menos del tres por cien del comercio exterior de la Unión Europea. Con las excepciones de Italia, Francia y España, pocos países europeos han hecho negocios importantes con el norte de África en tiempos recientes: Europa no ha tenido en cuenta la región, en sentido literal, y ha centrado su atención más allá, en la extensa zona de Oriente Próximo y África subsahariana.
De repente, existía un vacío político en las fronteras de Europa que ningún Estado miembro individual –y menos aún los que tenían vínculos más estrechos con los antiguos regímenes– estaba deseoso de llenar. De modo que Bruselas intervino, y se concretó el incipiente consenso de las capitales de toda Europa sobre que harían mejor en ponerse del lado de los “buenos” de la historia y presentar un marco político en el que pudiesen converger los Estados miembros. Los elementos clave se resumían en la máxima del “más por más”: el principio de que, en el futuro y a diferencia del falso condicionamiento del pasado, el apoyo europeo dependería del avance democrático genuino, y las “tres M”: dinero (money, en inglés), mercados (market) y movilidad (mobility), las tres vías principales por medio de las que, según se proponía, Europa podría prestar ayuda. Con algo de actividad diplomática individual (Catherine Ashton, Stefan Fule, Bernardino León), las autoridades de todo el norte de África –a excepción de los generales autistas de El Cairo– parecen haberse convencido tanto de las buenas intenciones de la UE como de su posible utilidad como valedora externa de sus esfuerzos de reforma.
Sin embargo, de la misma manera que el optimismo revolucionario de todo el Mediterráneo se ha ido disipando, también en Europa el impulso inicial de apoyar a los valientes revolucionarios se ha visto atenuado por otras preocupaciones. No ha ayudado el hecho de que los vencedores de las nuevas elecciones en el norte de África hayan tendido a ser no los atractivos jóvenes liberales y laicos que encabezaron las manifestaciones, sino hombres con barba. Y los europeos han estado cada vez más preocupados por sus propios problemas económicos, que se han agravado. Un paro juvenil del 25 por cien en Túnez tiene menos impacto cuando España se enfrenta a un problema similar. Lo que inicialmente se dijo sobre la necesidad de un Plan Marshall europeo para el norte de África siempre fue una ilusión. El dinero adicional que, en la práctica, los europeos han estado dispuestos a ofrecer, del orden de varios miles de millones de euros, representa una ayuda bienvenida pero escasa para las apuradas economías norteafricanas. Tampoco están los gobiernos de Europa predispuestos a abrir las puertas de modo que los inmigrantes del norte de África, o sus frutas y verduras, puedan entrar y “robar puestos de trabajo europeos”. Las 3M, en resumen, empiezan a parecer más una promesa que una realidad.
De modo que Europa necesita esforzarse más, no solo porque es lo correcto, sino porque redunda claramente a favor de sus intereses a largo plazo, los económicos y los estratégicos, que la “primavera árabe” llegue a buen puerto y se vea que Europa se ha empleado a fondo en ayudar. Es una desgracia para Europa que se presente una oportunidad histórica de reforzar su influencia y construir una cooperación mutua beneficiosa en todo el Mediterráneo precisamente en el momento en que es incapaz de dar una respuesta ambiciosa. Pero los europeos, por separado y de forma colectiva, podrían hacerlo considerablemente mejor.
Y Europa tiene que aspirar a un cambio de velocidad más rápido. En el norte de África, serán los próximos 12 a 24 meses los que determinen si la marea democrática sigue avanzando o da marcha atrás. En la UE, es improbable que se mantenga la unidad de enfoque que Bruselas hizo tan bien en establecer durante los meses posteriores al primer levantamiento, a menos que dicho enfoque colectivo funcione. A falta de una política europea más eficaz, la desilusión mutua en todo el Mediterráneo es probable. El riesgo es la vuelta a las antiguas costumbres, según las cuales Bruselas predica sobre democracia y derechos humanos, los Estados miembros persiguen sus propios intereses, los países norteafricanos se dan cuenta de la hipocresía y la explotan, y la autoridad y la influencia europeas desaparecen.
Europa puede hacerlo mejor
La respuesta de Bruselas a los levantamientos árabes se ha producido en el marco de su Política Europea de Vecindad (PEV). Se trata de un conjunto de estrategias y políticas –respaldadas por varios miles de millones de euros– que deben aplicarse a los 16 países que rodean la UE, desde Bielorrusia, trazando un arco que pasa por Azerbaiyán y Jordania, hasta Marruecos en el Oeste. La política se concibió en el contexto de la gran ampliación de la Unión de 2004 e inicialmente se centraba en el nuevo conjunto de “vecinos” del Este que dicha ampliación generó. Pero el concepto pronto se extendió para abarcar el Sur, a los países vecinos del Mediterráneo. Ya se estaba trabajando en una revisión de la PEV cuando estallaron los levantamientos árabes, lo que ayudó a Ashton y al presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, a formular una respuesta política rápida y coherente (que incluía aumentar el presupuesto de la PEV para 2011-13 de 5.700 millones de euros a 6.900 millones).
Hasta ahí, todo iba bien. Pero a medida que han pasado los meses, también se ha hecho evidente la debilidad de una respuesta en el marco de la PEV. El planteamiento básico, extrapolado de la ampliación de la UE, es una transformación gradual pero completa de los países a los que se aplica, lo que supone la introducción no solo de la democracia, sino de la manera europea de hacer las cosas (lo que abarca, con el tiempo, el acervo de la UE en materia de leyes y normas). Para un vecino “europeo” como Ucrania, que algún día podría aspirar a ser miembro de la Unión, es posible que esto tenga sentido. Para los países del norte de África, que no tienen ninguna “vocación” europea y están en una fase del desarrollo completamente diferente, no lo tiene.
En consecuencia, Bruselas está poniendo en práctica una política que va demasiado despacio y atiende a los pequeños detalles. Se ha embarcado en un programa tecnocrático, más que en un ejercicio de gestión de crisis. Y, al observar con tanta atención los árboles, corre el riesgo de no ver el bosque. De modo que la preocupación sobre cómo ajustar el grado de la ayuda financiera, a la luz de los avances con planes de acción de reforma detallados, desplaza los grandes problemas, como si se debe retener la ayuda macroeconómica a Egipto hasta que los generales retrocedan, o si Marruecos está realmente haciendo algún avance hacia la democracia. Se proponen acuerdos de libre comercio “profundos e integrales”, como si los países del norte de África tuviesen más necesidad de una transformación económica ardua y prolongada para adaptarse a una futura entrada en el mercado único de la UE, que de mejoras urgentes a corto plazo para acceder a los mercados europeos. Y, debido a que la PEV considera que cada uno de los 16 vecinos es un “cliente” individual, la política subestima la necesidad vital de fomentar la cooperación intrarregional.
Además, la Comisión Europea tiene sus problemas internos. En ausencia de un liderazgo fuerte por parte del presidente de la Comisión, los responsables de la PEV tienen una influencia limitada sobre sus compañeros de Agricultura o Comercio o, de hecho, Acción por el Clima (cuya cooperación es vital si se quieren aprovechar las enormes posibilidades de la energía solar transmediterránea).
La PEV es el instrumento de la Comisión y, por tanto, se centra en laserramientas de la Comisión, esencialmente económicas. Infravalora así las formas en que Europa podría prestar apoyo diplomático, político y de seguridad a la “primavera árabe” en el norte de África (formas que también serían más efectivas a la hora de introducir la influencia europea y fomentar la integración regional). Uno de los avances más alentadores hasta la fecha en el norte de África posterior a los levantamientos ha sido el resurgir de los esfuerzos de la diplomacia bilateral y regional (gran parte de ellos en el ámbito de la seguridad). Las repercusiones de lo ocurrido en Libia han desestabilizado el Sahel y animado a los Estados costeros del Sur a hablar de cooperación en materia de seguridad (también con algunos de los Estados de la UE). Pero la Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD) sigue básicamente sin aprovecharse.
Bruselas, por supuesto, tiene pocos recursos diplomáticos, políticos o de seguridad propios y, por tanto, necesita contar con los países miembros. Pero esa colaboración interior es esencial por derecho propio, ya que los Estados miembros cada vez se quejan más de que no saben lo que planea Bruselas y contemplan la posibilidad de retomar los enfoques nacionales.
Sería fácil terminar este análisis con una llamada para que Europa mire más allá de sus preocupaciones internas; despierte a la historia, y aproveche la oportunidad –frágil– que se presenta de extender la democracia por el mundo árabe; refuerce su influencia en una parte considerable de la estratégicamente vital región de Oriente Próximo y norte de África; forje una nueva relación con el mundo islámico en general, sustituyendo décadas de estancamiento por una red dinámica y mutuamente beneficiosa de relaciones transmediterráneas; y organice una respuesta más generosa y ambiciosa a la “primavera” del norte de África. Pero hasta que no se solucione la crisis del euro, y el crecimiento vuelva a Europa, esto sencillamente no va a ocurrir.
A pesar de todo, algunas medidas podrían suponer una diferencia importante si se ponen en práctica de manera conjunta. En primer lugar, se necesita menos preocupación por la metodología del “condicionamiento” y más atención –especialmente en el Comité Político y de Seguridad– a las coyunturas clave para ejercer influencia (como la creación de paquetes de ayuda macroeconómica); a la evaluación global de si los países individuales del norte de África están avanzando en general en la dirección correcta o no; y a la efectividad de la ayuda de la UE.
En segundo lugar, es preciso considerar alternativas al planteamiento “profundo e integral” del desarrollo comercial y, en concreto, debatir con Turquía y los países de la región la posibilidad de extender al norte de África la actual unión aduanera entre la UE y Turquía.
Tercero, Ashton debería nombrar un militar de alta graduación como representante especial de seguridad, con la misión de trabajar con la región y con los Estados miembros que ya colaboran con las fuerzas armadas locales para desarrollar propuestas, en el marco de la PCSD, destinadas a aumentar la seguridad regional (especialmente en relación al Sahel) y, mediante la generación de confianza, ayudar a la reforma del sector de la seguridad.
Cuarto, se necesita una mejora urgente de las condiciones ofrecidas a los proyectos con terceras partes dentro del régimen de la UE de promoción de las energías renovables, a fin de impulsar la inversión en el revolucionario proyecto de llevar la energía solar norteafricana a Europa.
Quinto, la UE debe ofrecer su apoyo y compromiso a los esfuerzos regionales para revitalizar la Unión del Magreb Árabe (así como un compromiso renovado en la Unión por el Mediterráneo, tan pronto como los interlocutores árabes estén preparados).
Sexto, hay que fomentar la presencia y actividad diplomática de la UE en la región, con los recursos del Servicio Europeo de Acción Exterior o solicitando ayuda a los Estados miembros.
Y séptimo, es preciso elaborar un enfoque más activo de la diplomacia regional, colaborando de forma más estrecha con otros “agentes externos” (Turquía, los Estados del Golfo, Estados Unidos), encontrando programas comunes con los países de la región y uniéndose al esfuerzo de resolver el conflicto del Sahara Occidental.
Sin duda, sería posible idear otras iniciativas. La positiva respuesta inicial de Europa a los levantamiento del norte de África debe ser desarrollada ahora para que sea sostenible y efectiva. El tiempo, sin embargo, tiene una importancia fundamental. La situación en la región es delicada y podría venirse abajo fácilmente. La UE ha conseguido recuperar cierta credibilidad, a juicio tanto de la región como de sus Estados miembros, pero corre el peligro de perder a ambos. Y la oportunidad es demasiado importante para desperdiciarla por falta de atención o de premura.