Es sorprendente que hayan caído en la trampa de Vladimir Putin tantas personalidades del mundo de los medios de comunicación y la política, hombres y mujeres inteligentes, perspicaces e influyentes. Tras el impacto que produjo en un primer momento la noticia de que Rusia podría emplear la fuerza en Ucrania, y después de verse obligados a reconocer que las fuerzas armadas rusas habían ocupado Crimea, los países occidentales tomaron aire al unísono. El 4 de marzo, Putin dio a entender en rueda de prensa que no había planes de ocupar el este de Ucrania. Decidí esperar un poco para comprobar si la postura occidental se mantenía cuando se calmasen las aguas y así fue. Las capitales occidentales recibieron con alivio las noticias de Putin. En The New York Times, Peter Baker confirmaba que “los altos cargos estadounidenses se habían sentido reconfortados” tras escuchar las explicaciones del mandatario ruso. Es posible suponer que los europeos, más indulgentes con Putin que Washington, se sintieron no solo reconfortados, sino satisfechos ante la noticia.
Cuando quedó patente que Moscú intentaba anexionarse Crimea a toda prisa, a través de un referéndum programado para el 16 de marzo, bajo la presencia de miles de tropas rusas, muchos en Europa y Estados Unidos se volvieron a poner nerviosos. Se preguntaban por qué el Kremlin se daba tanta prisa y actuaba tan bruscamente, sin intentar siquiera maquillar su cruda agresión. La respuesta es clara. A día de hoy, resulta obvio que tanto Europa como EE UU, incapaces de revertir el curso de los acontecimientos, no están dispuestos a pagar el precio de parar los pies a Rusia, y sí a entrar en el juego de Putin. Hasta ahora, aturdidas y asombradas, las capitales occidentales no han hecho sino reaccionar a los movimientos del presidente ruso tarde y…