Hace ya años que el gobierno de Benjamin Netanyahu definió a Irán como su principal problema de seguridad, especialmente en relación con su controvertido programa nuclear. Netanyahu ha dejado claro que en ningún caso permitirá que el régimen liderado por Ali Jamenei llegue a hacerse con armas nucleares, dado que eso supondría la pérdida del monopolio que desde hace décadas mantiene Tel Aviv.
Por su parte, Teherán lleva décadas alimentando la oposición a Israel (y, por extensión, a Estados Unidos), con proclamas que apuntan a su destrucción, aunque sus capacidades actuales no alcancen para ello. En todo caso, la tensión que ambos actores alimentan nunca ha llegado al choque directo, sino que se ha orientado fundamentalmente hacia otras modalidades de carácter hibrido, desde a los asesinatos selectivos a ciberataques. Lo ocurrido el pasado mes de abril, cuando Teherán decidió lanzar unos 300 drones, cohetes y misiles, supuso en todo caso la activación de la nueva estrategia iraní, según la cual a cada ataque israelí contra territorio e intereses iraníes habría una respuesta directa contra Israel.
El reciente ataque iraní deja claro que Teherán no busca una escalada que pueda llevar a un choque directo con Tel Aviv, consciente de que su inferioridad de medios le supondría un coste inasumible. El propio régimen se ha encargado de explicar que con ese lanzamiento da por respondido el asesinato de Ismail Haniya (líder de Hamás) y de Hasan Nasralá (líder de Hezbolá), además de otros altos mandos de los pasdarán. Pretende así no perder la cara ante sus aliados y sus simpatizantes, sin arriesgarse a una guerra total.
No puede decirse lo mismo de Israel, dado que el gobierno de Netanyahu está empeñado en una prolongación y ampliación del conflicto a escala regional, con el propósito de crear un nuevo orden. Un…