Autor: Ian Campbell
Editorial: Hurst & Company
Fecha: 2022
Páginas: 336
Lugar: Londres

Etiopía: la guerra santa del Vaticano

En 1935, la Italia fascista invadió Etiopía con el apoyo moral de la Iglesia católica italiana, que santificó la invasión como una cruzada contra la segunda Iglesia nacional más antigua del mundo. El calvario de la Iglesia etíope pasó, sin embargo, desapercibido para el mundo exterior. Tras la rendición italiana en 1943, la guerra fue rápidamente olvidada y hasta negada.
Luis Esteban G. Manrique
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“Y sucedió que un eunuco, vasallo de la reina de los etíopes que había venido a Jerusalén para adorar, se acercó a Felipe y le dijo: Aquí hay agua; ¿qué impide que yo sea bautizado? Felipe le replicó: si crees, bien puedes”. Hechos 8:26-39

Las cruzadas y las persecuciones inquisitoriales han pasado a la historia como los episodios de mayor violencia del cristianismos. La violencia entre las iglesias de Roma, Constantinopla, Jerusalén, Antioquia y Alejandría durante las disputas cristológicas de los siglos V y VI fue, según  relate en Jesus wars (2010) el historiador de las religiones Philip Jenkins, de una escala mucho mayor que cualquier otro gran conflicto religioso entre cristianos anterior a las guerras de la Reforma (1524-1687).

En Decline and fall of the Roman empire (1776), Edward Gibbon describe en una de sus escenas memorables el dantesco saqueo de Jerusalén por monjes monofisitas tras el concilio de Calcedonia de 451. En esa magna reunión, patriarcas y obispos griegos y latinos impusieron la doctrina de la doble naturaleza –divina y humana, “sin separación ni confusión”– de Cristo, convertida desde entonces en la teología oficial del Imperio romano.

Los monjes del bando perdedor no perdonaron a los teólogos diofisitas vencedores en Calcedonia: saquearon e incendiaron la iglesia del Santo Sepulcro y mataron a mansalva a hombres, mujeres y niños. En plena Pascua, asesinaron en su baptisterio al patriarca de Alejandría y arrojaron sus cenizas al viento en nombre de una disputa religiosa.

 

La ira de Dios

Roma y Constantinopla persiguieron y expulsaron de sus dominios a los monofisitas que creían en un Cristo de una sola naturaleza puramente divina. Los supervivientes se refugiaron en Siria, Mesopotamia y Persia, lejos del largo brazo de los patriarcas de Occidente. Desde Babilonia y Ctesifonte sus iglesias enviaron misioneros que llegaron a Afganistán, India, Tíbet y China en los siglos siguientes. De hecho, el alfabeto tibetano está basado en grafías de origen arameo y siríaco.

Tras la conquista musulmana, sus fieles en Siria y Egipto se acogieron a la protección de sus califas árabes, en quienes vieron el medio que Dios había elegido para castigar al odiado imperio herético y a su “corrupta fe calcedoniana”, hasta hoy dogma de fe de católicos, ortodoxos y protestantes.

En 457, el patriarca de Alejandría, Timoteo Eluro, excomulgó al papa romano y al resto de patriarcas occidentales, dando origen a las iglesias copta, etíope y eritrea. Armenios y siríacos tampoco aceptaron el concilio de Calcedonia, dando origen a las iglesias armenia y siríaca-jacobita. Nestorianos, caldeos, coptos y melkitas  son también monofisitas. La Iglesia ortodoxa etíope lleva el título “Tewahedo” (Unicidad).

 

Milenio y medio después 

Un milenio y medio después, esa antigua disputa teológica tuvo un último y cruento episodio de violencia. En mayo de 1937, el monasterio ortodoxo de Debre Libanos, oculto desde el siglo XIII en uno de los grandes cañones de Etiopía, fue arrasado y su comunidad monástica asesinada y enterrada en fosas comunes.

Unos 2.000 de monjes, diáconos, novicios, estudiantes y peregrinos murieron en el ataque, que convirtió al monasterio en una pira funeraria el día de su patrón y fundador, san Tekle Haymanot. Pero esta vez, los perpetradores del ataque no fueron, como otras veces, seguidores del profeta del islam, sino soldados italianos católicos y 3.000 milicianos irregulares de un batallón de askaris –libios, eritreos y somalíes musulmanes– creado por los ocupantes italianos para desatar una yihad contra los cristianos etíopes.

Las fotografías de la época muestran cadáveres de monjes etíopes a los pies de oficiales italianos posando como héroes al lado de cabezas decapitadas como si fueran trofeos de caza. Las tropas asaltantes estaban bajo el mando del virrey del África oriental italiana, mariscal Rodolfo Graziani, último comandante militar de la República de Saló (1943-1945). El ejecutor de sus órdenes fue el general Pietro Maletti. Ambos estaban convencidos de que la destrucción del monasterio daría el tiro de gracia al clero etíope, mente y corazón de la resistencia.

Tras un atentado contra Graziani en Addis Ababa a principios de 1937, las fuerzas  italianas mataron a 19.000 etíopes en los tres días posteriores, muchos de ellos quemados en sus casas o golpeados en las calles. En 1938 Graziani se llevó consigo a Italia las coronas de los negus, los emperadores etíopes, que se guardaban en Debre Libanos y se extraviaron en la huida de Mussolini y Graziani a Suiza en abril de 1945. Graziani, que se entregó a los aliados para no caer en manos de los partisanos que ejecutaron al duce, nunca fue juzgado por los crímenes de guerra que cometió en Libia y Etiopía.

En 1948, Graziani fue condenado a 19 años de cárcel por los crímenes que cometió contra italianos como colaborador de los ocupantes nazis, pero fue rápidamente liberado. Su funeral de 1955 convocaron en Roma la primera manifestación fascista desde el fin de la guerra. En 2012 Affile, su pueblo natal al sur de Roma, le erigió una estatua con fondos públicos y donaciones privadas.

 

Velo de silencio

El velo de silencio  que se tendió sobre los crímenes de guerra italianos en África y los Balcanes dio origen al mito del “fascismo benigno” que se contraponía favorablemente a la barbarie nazi. En los años setenta y ochenta, las investigaciones de Angelo del Boca y Richard Pankhurst comenzaron a romper el pacto de silencio que rodeaba todo lo que tenía que ver con Etiopía.

Según escribe Jeff Pearce en Prevail (2014), la invasión italiana de Etiopía inauguró una nueva era bélica: la de la “guerra total” contra poblaciones civiles, la suerte que correrían cientos de ciudades europeas en los años posteriores, desde Guernica a Coventry y de Dresde a Nagasaki.

Durante toda la ocupación, el Vaticano tuvo un delegado apostólico en Adís Abeba, el arzobispo Giovanni Castellani. En mayo de 1936, tras la toma de la ciudad, Pío XI saludó la “gran victoria” italiana. Sus cardenales y obispos fueron aún más lejos en homilías, sermones y manifiestos que calificaron la invasión como una “guerra santa” contra “herejes, cismáticos, paganos e infieles”.

Siete cardenales, 28 arzobispos y 68 obispos hicieron públicas proclamas de apoyo a la guerra que ayudaron a movilizar a decenas de miles de voluntarios. Uno de ellos, el fraile dominico Reginaldo Giuliani, murió en 1935 en un batallón de camisas neras. Muchos de los llamados “misioneros de la cruz” combatieron después en la guerra civil española.

 

«Ian Campbell revela uno de los aspectos hasta ahora menos conocido de la guerra: la amplitud del apoyo que dio el Vaticano a la aventura colonialista de Mussolini»

 

El 8 de diciembre de 1935, en una misa el obispo de Civita Castelana entregó a Mussolini su anillo de oro episcopal como donación para el esfuerzo bélico italiano. En Venecia, Hitler, impresionado, felicitó a Mussolini por su éxito en “paganizar” a la  iglesia italiana.

 

Yihad cristiana

En 1946, el gobierno del negus, Haile Selassie, que se exilió en 1936 en Bath, entregó un informe a la Conferencia de Paz de París que cifraba en unas 760.330 las vidas que se cobró la guerra entre 1935 y 1941 en Etiopía, el único miembro africano de la Sociedad de Naciones y el primer Estado soberano invadido por una potencia fascista.

En Holy war, uno de los libros que Foreign Affairs considera uno de los más importantes publicados en 2022, el historiador británico Ian Campbell revela uno de los aspectos hasta ahora menos conocido de la guerra: la amplitud del apoyo que dio el Vaticano a la aventura colonialista de Mussolini, que destruyó 2.000 iglesias y conventos que se encontraban entre los más antiguos de la cristiandad.

 

El reino de Aksum

El Imperio etíope –que duró 705 años, desde 1270 hasta la abolición de la monarquía en 1975– era heredero directo del reino de Aksum, que adoptó al cristianismo como religión oficial en 340, solo después de Armenia y medio siglo antes que el Imperio romano. En su mayor esplendor y amplitud territorial, incluyó los actuales territorios de Yibuti, el norte de Somalia, el sur de Egipto, el este de Sudán y el oeste de Yemen.

Etiopía fue el único Estado africano, junto a Liberia, que mantuvo su independencia durante el reparto europeo de África en el siglo XIX… hasta que se cruzó con la Italia fascista, que tenía prisa en recuperar el tiempo perdido por la tardía unificación nacional italiana (1871).

El fascismo rendía culto abierto a la violencia, encarnada en Minerva, la diosa romana de la guerra, y la Madonna del Manganello, una virgen que blandía la porra de los scuadristi fascistas. La agresión japonesa en Manchuria y la débil respuesta de la Liga de Naciones convenció a Mussolini que había llegado el momento de vengar la humillación de 1896, cuando un ejército imperial etíope venció a tropas coloniales italianas en la batalla de Adwa en 1896.

 

El juicio de la historia

En octubre de 1935, se inició la invasión, que movilizó 600 aviones, 800 tanques y medio millón de soldados. Los etíopes, pobremente armados, sufrieron 300.000 bajas, 30 veces más que los italianos. Pero aunque declararon la victoria en 1936, sus fuerzas nunca pudieron hacerse con el control del territorio, fuera de algunas ciudades. Los etíopes nunca se rindieron formalmente. No tenían otra salida si querían sobrevivir a las políticas de exterminio de Graziani.

En la sede de la Liga de Naciones en Ginebra, Haile Selassie advirtió que el mundo no debía olvidar el “juicio de la historia”. La causa del viejo reino cristiano del África oriental se hizo célebre de un extremo a otro del mundo. El escritor católico irlandés William Teeling, recuerda Campbell, se preguntó si era Poncio Pilatos quien reinaba realmente en el Vaticano.

En el Harlem neoyorquino, se manifestaron 20.000 personas en apoyo a Etiopía, en una muestra de black power muchas décadas antes de que se acuñara el término. Musulmanes árabes y bereberes de los protectorados francés y español en Marruecos formaron una milicia que cruzó el Sahara y remontó el Nilo para llegar a Etiopía. En Long walk to freedom (1995),  su autobiografía, Nelson Mandela cuenta que tenía 17 años cuando Mussolini atacó Etiopía, una guerra que le inspiró “un repudio vitalicio al fascismo”.

 

Amnesia voluntaria

El calvario de la Iglesia etíope pasó, sin embargo, desapercibido para el mundo exterior. En 1996 fue beatificado el arzobispo de Milán, Ildefonso Schuster, uno de los mayores impulsores de la “guerra santa”, que provocó el nombramiento del rey Víctor Manuel III como emperador de Etiopía, un título que solo le reconoció el III Reich y el Vaticano.

Lo curioso es que los registros vaticanos dan cuenta de decenas de vistas de clérigos etíopes a Roma entre 1403 y 1441. El papa Sixto IV (1471-1484) les asignó una iglesia en Roma, que pasó llamarse San Esteban de los Abisinios. Cuando Haile Selassie solicitó ayuda al Vaticano para detener la invasión, solo recibió el silencio como respuesta, que Campbell atribuye a las ansias del Vaticano de mantenerse como autoridad rectora de la sociedad italiana, aunque el precio fuera la sacralización de las aventuras militares de Mussolini.

 

Ritos penitenciales

Tras la rendición italiana en 1943, la guerra fue rápidamente olvidada y hasta negada. La publicación en 2014 de The massacre of Debre Libanos, el anterior libro de Campbell rompió la omertà. El canal TV2000 de la iglesia católica italiana envió un equipo a Etiopía para confirmar lo que contaba el libro.

En diciembre de 2016, TV 2000 emitió Debre Libanos, il  grande massacro di cristiani, el documental que dirigió Antonello Carvigiani. Tras su estreno en el Vaticano, hubo un coloquio entre clérigos católicos y etíopes ortodoxos. Andrea Ricardi, fundador de la Comunidad de Sant’ Egidio, pidió en el Corriere della Sera “gestos concretos” de disculpas del gobierno italiano.

El papa Francisco acudió a rezar a la basílica romana de San Bartolomé, en cuyos muros cuelga un icono que representa a los mártires de Debre Libanos. En una emotiva ceremonia, el ayuntamiento de la ciudad lombarda de Cocquio-Trevisago sustituyó el nombre de la Vía Pietro Maletti por el de Vía Martiri Cristiani.