Tanto los ciudadanos de a pie como las élites rusas esperan las elecciones presidenciales que se celebrarán en el país en marzo de 2018 con sentimientos que van desde la apatía hasta el deseo de cambio. Por supuesto, la incertidumbre sobre el resultado definitivo es mínima. Según la Constitución, el presidente Vladimir Putin puede desempeñar el cargo durante otro periodo de seis años que se prolongará hasta 2024, cuando él cumplirá 72 años. Se prevé que sean unas elecciones con pocos cambios, sobre todo en lo que se refiere al nombre del ganador. No obstante, el mero hecho de que comience un nuevo ciclo político –lo que en Rusia coincide con las elecciones presidenciales, y no con las menos trascendentales elecciones al Parlamento, que se celebraron por última vez en septiembre de 2016– plantea diversas preguntas sobre si se producirá el necesario cambio, y en caso de producirse, cómo será.
El presidente Putin y su círculo más próximo parecen satisfechos con el sistema que han construido y no ven motivo para cambiarlo. Creen que han escalado la cima de una montaña y que no tienen nada que temer. O como confidencialmente un analista político ruso describía la mentalidad del Kremlin: “la perfección no se conjuga en futuro”. Según esta lógica, es posible subsanar algunas deficiencias del sistema de Putin a condición de que los expertos ofrezcan un análisis racional que no amenace los cimientos del régimen. Las ligeras modificaciones o las mejoras tecnocráticas siempre son bienvenidas. Sin embargo, no hay ningún interés en introducir reformas en aras de la liberalización. Esto exigiría que el régimen concediese más libertad a la sociedad, y eso precisamente es lo que la autocracia híbrida al estilo ruso no puede aceptar. Al fin y al cabo, el régimen cree que la mayor amenaza para su…