La respuesta europea frente a la crisis económica y financiera de 2008 dejó mucho que desear. Hasta ese momento, la introducción del euro a finales de la década anterior había demostrado el error de las fuertes críticas suscitadas por la iniciativa, sobre todo en el mundo anglosajón. Los resultados obtenidos por la nueva moneda europea habían sido muy positivos hasta la catástrofe financiera provocada por la quiebra de Lehman Brothers, y el euro había ganado gran credibilidad en los mercados, fundamentalmente gracias a la gestión del Banco Central Europeo (BCE). Los primeros problemas surgidos en ese periodo a la hora de aplicar las reglas fiscales del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC) no habían ensombrecido un balance brillante.
Pero la crisis financiera puso al descubierto algunas importantes carencias de la arquitectura institucional que acompañaba a la nueva moneda. El paradigma de las “zonas monetarias óptimas”, tal como había sido descrito por el economista canadiense Robert Mundell en los años sesenta del siglo XX, no se correspondía con la escasa dotación de instrumentos de coordinación de políticas económicas en manos de las autoridades responsables de gestionar la zona euro. La coordinación de las políticas económicas, fiscales y financieras era muy defectuosa. La vigilancia de las políticas presupuestarias según las reglas del PEC no fue capaz de evitar importantes desajustes en algunas economías de la eurozona, y ni siquiera existía tal vigilancia sobre la dimensión de los desequilibrios de las balanzas exteriores por cuenta corriente. La supervisión bancaria seguía siendo ejercida a escala nacional, y no se habían creado mecanismos de reestructuración, y en su caso resolución, de unas entidades que pronto acusaron el impacto de las fuertes turbulencias en los mercados financieros.
Tanto las autoridades de la Unión Económica y Monetaria como las nacionales reaccionaron tarde y mal a la crisis….