Que Europa no está en la mejor de sus formas es una verdad de Perogrullo. Hace medio siglo, el ambiente era de euforia. La Comunidad Económica Europa (CEE) había despegado con el Tratado de Roma, firmado el 25 de marzo de 1957, y volaba a velocidad de crucero. Los pueblos europeos convivían en paz y disfrutaban de un desenfrenado crecimiento económico, los llamados trente glorieuses. La juventud del continente se deleitaba, despreocupada y optimista. A finales de la década de 1970, se seguía viviendo con un genuino entusiasmo, apenas empañado por las crisis petroleras de 1973 y 1979. La CEE gozaba si no de la admiración de todo el mundo, sí del aprecio de la mayor parte, no solo como proyecto de integración económica, sino de paz. Jamás hubo en el continente europeo 20 años seguidos de paz entre 1600 y 1945. Ahora parecía que, por fin, se enterraba el hacha de guerra. Entre 1957 y 2017, no se ha producido ningún conflicto armado entre dos Estados miembros. No es de extrañar, pues, que la CEE ejerciera desde sus inicios un “influjo amoroso” sobre los Estados no miembros que buscaban unirse al pelotón de cabeza.
Las ampliaciones se sucedieron, espaciadas en el tiempo: en 1973 se unieron Reino Unido, Irlanda y Dinamarca. Grecia fue admitida cuando los coroneles regresaron a sus acuartelamientos, en 1981. Consolidadas sus democracias, España y Portugal entraron en 1986. En 1995 le llegó el turno a Suecia, Finlandia y Austria. La ampliación más multitudinaria tuvo lugar en 2004, cuando se incorporaron a la Unión Europea ocho países del Este –República Checa, Eslovaquia, Estonia, Letonia, Lituania, Eslovenia, Hungría y Polonia– y dos islas mediterráneas: Chipre y Malta. En 2007, la UE acogió a Rumania y Bulgaria, a los que se unió Croacia en 2013. El salto de…