1914: de la paz a la guerra
El Château d’Eau, construido para la exposición universal de París de 1900, consistía en un monumental conjunto de fuentes, cascadas, y luces de colores. En su centro se hallaba una fuente con una escultura que representaba al Progreso guiando a la Humanidad, que avanza hacia el Futuro derrotando a la Rutina y el Odio.
Era un tributo al positivismo de la época y un monumento a la ingenuidad. Lejos de traer la paz, el futuro deparaba una guerra de una brutalidad sin precedentes. De la mano del progreso vinieron los nombres que encarnan el fracaso absoluto de la humanidad: Ypres, el Somme, y Verdún. Después Nankín y Treblinka; el gulag, Dresde, Hiroshima y Nagasaki; el agente naranja, la Escuela Mecánica de la Armada, Ruanda, Srebrenica, y Guantánamo.
En retrospectiva la lección es otra: que la barbarie y el progreso son con frecuencia dos caras de la misma moneda.
La Primera Guerra Mundial hizo patente este hecho. Porque a pesar de conocer hoy las cifras de sus víctimas mortales (dieciséis millones); a pesar de saber qué llevó a los generales europeos a atrincherarse en una guerra de desgaste (los avances en el armamento defensivo, con la ametralladora y el alambre de espino anulando la capacidad ofensiva de cualquier ejército), continuamos sin saber qué hizo posible un conflicto tan sanguinario como insensato. Un siglo después de su estallido abundan las explicaciones, pero no el consenso. Barbara Tuchman sostuvo que la guerra resultó de un error de cálculo de los líderes europeos, unido a la rigidez de los planes de movilización en la era del ferrocarril. Para Fritz Fischer la culpa recae sobre Alemania, tesis que Max Hastings secunda en su reciente libro. Niall Ferguson halla culpable a Sir Edward Grey, máximo responsable de la diplomacia británica, por mantener ambigüedades sobre la Entente Cordiale con Francia. Ésta es tan solo la punta de un gigantesco iceberg de papel, tinta, píxeles y bits.
En su reciente libro, Margaret MacMillan se suma a la discusión. 1914: De la paz a la guerra lleva a cabo un riguroso estudio de las clases dirigentes europeas durante las décadas previas al conflicto. MacMillan, que además de haber escrito un libro galardonado sobre la Paz de Versalles es bisnieta de Lloyd George, centra su atención en episodios que pudieron haber detonado una guerra antes de 1914, y que, pese a no hacerlo, contribuyeron a que eventualmente tuviera lugar. Son, entre otras, las crisis coloniales en Fachoda y Marruecos; la decisión del Káiser Guillermo II y Alfred von Tirpiz de construir una flota capaz de amenazar la supremacía naval de Gran Bretaña; las recurrentes intrigas entre el Imperio austrohúngaro, el otomano, y el ruso en los Balcanes; y, de 1890 en adelante, la ausencia de Otto von Bismarck –o un sucesor de su talla– al frente de Alemania. La autora pretende dar respuesta al enigma que a todos nos atormenta: “¿Cómo pudo Europa hacerse esto a sí misma, y al mundo?”
La pregunta es necesaria, pero a estas alturas se ha convertido en un tópico. Más interesante sería considerar que el salvajismo de los europeos era recurrente en sus colonias –pensemos en el Congo Belga, o Namibia. Siendo eso así, ¿qué causó la importación de la barbarie al interior de sus civilizadas fronteras? Por desgracia el libro de MacMillan comienza con un capítulo centrado exclusivamente en los logros internos de la cultura europea. La principal mención a África es en relación a las Guerras de los Bóeres y el escándalo que produjo el encierro de afrikáners en los campos de concentración de Lord Kitchener. De nuevo, la única novedad era el color de piel de los internos: el campo de concentración moderno lo inventó Valeriano Weyler en Cuba.
El libro, pese al comienzo, tiene importantes puntos a su favor. La descripción de los dirigentes europeos es excelente; en especial la de Guillermo II, “el más brillante fracasado de la historia” en palabras de su tío y monarca británico, Eduardo VII. También es impecable la discusión de las flaquezas institucionales que lastraban a las principales potencias europeas. La Tercera República Francesa pasó por 50 gobiernos diferentes entre 1871 y 1914. En Alemania, la nula coordinación entre los cuerpos diplomático y militar generó una política exterior incoherente, como quedó demostrado cuando el Imperio austrohúngaro recibió, en vísperas de su invasión de Serbia, telegramas contradictorios del jefe del estado mayor alemán y el Canciller. “¿Quién manda en Berlín? ¿Moltke o Bethmann?”, se preguntaba el ministro de Exteriores austriaco. La respuesta es que los militares ya se habían hecho con el poder.
Un tercer punto fuerte son las analogías históricas de MacMillan, que también ha escrito extensamente sobre las relaciones entre Nixon y Mao. Muchas de ellas son esclarecedoras, especialmente en un momento en que las fricciones territoriales entre China y sus vecinos la presentan a ojos del mundo como la Alemania del Siglo XXI, con Estados Unidos jugando el papel de Gran Bretaña. Por otro lado, la definición de Gavrilo Princip como “terrorista” y la comparación de sus cómplices con Al Qaeda parece más destinada a generar polémica que debate.
Es una lástima que MacMillan no entre a debatir los factores estructurales e ideológicos que condicionaron el desarrollo del conflicto. Se echa en falta una discusión de la revolución industrial y su impacto en los medios de transporte, comunicación, y producción, así como el auge del nacionalismo y el militarismo a lo largo del Siglo XIX. Incluso aunque ya lo hayan hecho autores de la talla de Eric Hobsbawm y Karl Polanyi. “Las fuerzas, las ideas, los prejuicios, las instituciones y los conflictos” importan, admite MacMillan, pero “no tienen en cuenta a los individuos”. El caso es que, al centrarse exclusivamente en los líderes europeos y sus decisiones fatídicas, el libro cae presa de su propio éxito. Al fin y al cabo, lo sorprendente de la Gran Guerra no fue tanto su estallido injustificado –existen guerras más absurdas si cabe–, como su brutalidad sin precedentes.
Por encima de todo, el mensaje de fondo del libro resuena a lo largo de sus páginas. “La tragedia de Europa y el mundo”, escribe la autora, “estuvo en que ninguno de los actores clave de 1914 fue un líder con la suficiente grandeza e imaginación, ni con el suficiente coraje, como para oponerse a las presiones que empujaban hacia la guerra.” Es la mayor enseñanza que podemos extraer de la catástrofe. A MacMillan le corresponde el mérito de transmitirla con fuerza y elocuencia.