El primer punto de fricción al que se han tenido que enfrentar los participantes– solo alrededor de una treinta de países enviaron a sus principales mandatarios, de los 55 posibles– era la designación de un nuevo presidente rotatorio de la organización. Tanto Argelia como Marruecos pugnaban por el puesto, lo que había provocado un bloqueo superado a última hora con el nombramiento de Mohamed Ould Ghazouani, presidente de Mauritania, como candidato de consenso. Un presidente que tendrá que someterse a las urnas el próximo 22 de junio y que pretende presentarse abiertamente como ejemplo de democracia y de estabilidad.
En el resto de asuntos a tratar, más allá de discursos más o menos ampulosos, no ha habido la misma suerte tanto si el resultado se mide por los logros cosechados, como si se atiende a los compromisos concretos adquiridos. Por un lado, el capítulo político presenta un oscuro panorama con la sucesión de golpes de Estado en la región saheliana y los retrocesos democráticos, con seis países– Burkina Faso, Gabón, Guinea, Malí, Níger y Sudán– suspendidos de membresía y con Senegal como el más reciente foco de preocupación ante la decisión de su presidente, Macky Sall, de retrasar los comicios.
Algo similar ocurre en el apartado de paz y seguridad, sea por la cronificación de conflictos arrastrados desde hace años– como los de República Democrática del Congo o en República Centroafricana, sin olvidar Libia. Somalia, el Sáhara Occidental y tantos otros–, como por los que han estallado más recientemente en Sudán o en Etiopía. Y en todos ellos queda patente que ni las organizaciones regionales ni la propia UA cuentan con instrumentos eficaces para detener la violencia y prevenir su estallido.
Desgraciadamente tampoco es mejor el balance en el terreno del desarrollo socioeconómico, cuando se van sumando años…