Con sus peculiares maneras, en la forma de una supuesta felicitación navideña, Donald Trump ha vuelto a asustar a algunos de sus vecinos. Ya en 2019, haciendo gala de su mentalidad mercantilista, planteó a Dinamarca la compra de la isla; lo mismo que ya habían hecho infructuosamente Andrew Johnson en 1865, y Harry Truman en 1946. Tanto en aquella ocasión como ahora su motivación es doble.
En primer lugar, en el contexto de una creciente rivalidad con China por la hegemonía mundial, Trump es consciente del valor estratégico de este territorio de 2,1 millones de kilómetros cuadrados. Groenlandia alberga no solo grandes cantidades de petróleo y gas, sino también uranio (en las minas de Kvanefjeld), oro y muchos otros minerales, incluyendo las muy codiciadas tierras raras, especialmente en Narsaq y Sarfartoq. Actualmente China ocupa una situación ventajosa no solo en la posesión de algunos esos recursos naturales, vitales en el desarrollo de la revolución tecnológica que está teniendo lugar, sino también en el procesamiento que los convierte en materiales imprescindibles para muchas de las tecnologías más avanzadas. Hace tiempo ya que Pekín explora opciones de inversión en Groenlandia, aunque de momento sin mucho éxito.
A ese factor se añade, cada vez con más fuerza, el derivado del acusado cambio climático que se está produciendo a escala planetaria, con especial incidencia en el Ártico, donde el calentamiento es el triple que el registrado de media en el resto del planeta. Eso hace pensar que en 2050 esas aguas estarán abiertas al tráfico marítimo la mayor parte del año.
Un panorama que, tanto desde el punto de vista geoeconómico como geopolítico, está acelerando los cálculos de las grandes potencias para sacar provecho. El Ártico ofrece dos grandes rutas marítimas: la Ruta del Norte y el Pasaje del Noroeste. En la primera, Rusia…