En su primer discurso ante el Congreso, Donald Trump dijo que, “dado que le habían declarado la guerra”, EEUU debía responder con las mismas armas a los carteles. En la región, el crimen organizado funciona en varios países casi como un Estado paralelo con control de amplios territorios, difuminando las fronteras entre actividades delictivas y subversivas.
En Brasil, el Primeiro Comando da Capital (PCC) –la banda suramericana más poderosa con redes que se extienden desde Sao Paulo a la triple frontera con Colombia y Perú– tiene ingresos que la policía estima en 1.000 millones de dólares anuales. El PCC usa estos recursos para armarse, reclutar sicarios, corromper funcionarios y presentar candidatos propios en elecciones locales.
En una reciente encuesta mexicana, el 49% dijo que la presidenta, Claudia Sheinbaum, tenía más poder que nadie en el país, pero el 25% mencionó en primer lugar al crimen organizado. Según diversas estimaciones, unas 185.000 personas trabajan para más de 80 grupos armados, entre capos, pistoleros y policías y políticos corruptos.
Las palabras importan en la formulación de políticas de seguridad. El uso del término terrorista distorsiona las cosas si se asocia o tipifica delitos comunes. Los carteles cometen atrocidades, pero no intentan derrocar gobiernos ni difundir ideologías extremistas, algunos de los criterios utilizados en la investigación sobre terrorismo. La intención de la Casa Blanca es política. Esta clasificación por el Registro Federal y los departamentos del Tesoro y de Estado faculta al presidente a utilizar la fuerza militar en operaciones como las que acabaron con la vida de Osama bin Laden en Pakistán. Una incursión transfronteriza, encubierta o no, violaría los poderes del Congreso pero no es probable que Trump se detenga en sutilezas legales.
Sobre todo, si cree que una demostración de fuerza puede aumentar su popularidad. El problema es que…