Desde la caída del dictador Bashar al Asad a finales del año pasado, Siria vive un intenso periodo en el que se entremezcla la esperanza y el temor a partes iguales. Son bien visibles las dudas generadas en torno al nivel de convicción democrática de las nuevas autoridades y a las que provienen de la notable injerencia de actores externos, en su intento por encarrilar el futuro del país a favor de sus intereses particulares.
En el plano interno no parece muy positivo que, después de haber proclamado reiteradamente que el gobierno de transición iba a ser inclusivo –procurando integrar a todas las identidades étnicas y religiosas– los 21 nuevos ministros sean todos musulmanes suníes. Tampoco lo es que, de los 154 nombramientos de nuevos altos cargos, tan solo haya tres cristianos y un druso. El periodo transitorio hasta que se puedan celebrar elecciones nacionales se ha retrasado de tres a cinco años.
Como contrapunto hay que contabilizar el acuerdo al que han llegado el presidente sirio, Ahmed al Sharaa, y el líder de la milicia kurdo-siria Fuerzas Democráticas Sirias, Mazlum Abdi, por las que las Unidades de Protección Popular (UPP) pasarán a integrarse en las fuerzas armadas nacionales, bajo la autoridad del ministerio de defensa. De ese modo se intensifica el proceso de desarme de la multitud de grupos armados que coexisten en el país y se desactiva parcialmente el peligro de un enfrentamiento bélico.
Por lo que respecta al contexto regional, las señales no son tranquilizadoras. Israel –que cuenta con la cobertura de Washington– sigue empeñado en utilizar su superioridad militar para controlar ilegalmente más territorio sirio, apelando a la desconfianza en el nuevo gobierno y a su derecho de salvaguardar sus intereses de seguridad. En las últimas semanas, ha llevado a cabo ataques aéreos y…