La violencia ejercida por Estado, al fin y al cabo, es más previsible que la anárquica asociada al crimen organizado, que en El Salvador causó un estado de excepción de facto que en 2015 llevó la tasa de homicidios a 106 por cada 100.000 habitantes. En 2020, un 62,9% de la población declaró que no les importaría tener un gobierno no democrático si resolvía el problema de la inseguridad.
El país cerró 2023 con una tasa de 2,4, según datos oficiales, solo por detrás de Canadá en el hemisferio. El 86% asegura hoy vivir más seguro, sin sufrir extorsiones y pudiendo pasear por zonas que antes asolaba la delincuencia.
En 2023, el aeropuerto de la capital atendió a 4,5 millones de pasajeros, 32% más que en 2022. El turismo ya mueve el 10% del PIB gracias, entre otras cosas por la fama de sus playas entre los surfistas. Según la OMTE, el país fue el cuarto que más aumentó la llegada de turistas extranjeros (35%) en relación a 2019.
Los salvadoreños no ignoran el precio de la “Pax Bukeliana” –abusos policiales y concentración del poder– pero creen que vale la pena pagarlo. Bukele tiene en sus manos las riendas de los tres poderes del Estado: la fiscalía, las fuerzas de seguridad y la autoridad electoral.
A nadie le extrañaría que su próximo paso sea forzar una nueva reforma de la Constitución para aprobar la reelección indefinida y dar paso a una presidencia vitalicia de partido único con una oposición meramente ornamental, como en los tiempos del PRI mexicano, pero con un perfil aún más represivo.
Desde que entró en vigor en 2021 el estado de excepción, 76.000 salvadoreños (1,5%) han ido a prisión por presuntos vínculos con las maras. Cientos de detenidos son juzgados a la vez en audiencias sumarias…