En muchos documentos civiles, desde licencias de conducir al censo electoral, se debe señalar el grupo racial al que se pertenece: caucásico, afroamericano, hispano, “mixed”… Hasta hace poco, solo se podía marcar una raza pese a que casi 33 millones se autoidentifican como mestizos: mulatos, “mixed-nuts”, “halfies”…
Donald Trump, que ha convertido al republicano en el partido de facto de la mayoría blanca y su candidato a la vicepresidencia, JD Vance, han acusado a Harris de impostar un falso acento sureño, muy común entre la población negra. En una reunión a la que lo invitó la National Association of Black Journalists, Trump dijo que no sabía que ella era negra hasta hace unos años, cuando, dijo, “se volvió negra” de pronto, ante la sorpresa de sus anfitriones.
Poner en duda la identidad racial de alguien –y sobre todo de un político que se debe a sus votantes– es una forma de acusarlo de oportunista o impostor con insinuaciones que han acabado con la carrera de más de uno.
Durante la mayor parte de la historia del país, una sola gota de sangre africana convertía en negra a una persona, incluso si se tenía piel blanca o cabello rubio. Declararse mix-raced no era una opción.
Hasta la aprobación de las leyes de derechos civiles en 1963, el color de la piel determinaba dónde se podía vivir, si se podía votar o no, qué tipo de educación se recibía, si se podía obtener un préstamo o no… Hasta los años sesenta, en Los Angeles había barrios segregados que no admitían residentes negros, como muestra la película The banker (2020).
La ironía es que ahora Trump acusa a otros políticos de inventar su identidad racial o de no ser “totalmente negros” para intentar apropiarse de sus votos. En Georgia y Michigan…