La noticia ha sido recibida con optimismo cauteloso por parte de la comunidad internacional, aunque también ha dejado en evidencia los importantes retos que aún deben superarse antes de que la firma sea una realidad.
El conflicto entre Armenia y Azerbaiyán tiene sus raíces en la desintegración de la Unión Soviética. La región de Nagorno-Karabaj, reconocida internacionalmente como parte de Azerbaiyán pero poblada mayoritariamente por armenios, fue el epicentro de una disputa que degeneró en dos guerras (una en los años noventa y otra en 2020), además de numerosos enfrentamientos intermitentes. El episodio más reciente, en septiembre de 2023, fue una ofensiva relámpago de Azerbaiyán que resultó en la toma total del enclave y el éxodo de más de 100.000 armenios étnicos.
Desde entonces, el primer ministro armenio, Nikol Pashinyan, ha adoptado una postura pragmática que le ha valido tanto elogios internacionales como duras críticas internas. Reconoció públicamente la soberanía de Azerbaiyán sobre Nagorno-Karabaj, devolvió aldeas fronterizas ocupadas desde los años noventa y ha aceptado los puntos clave de la propuesta de paz azerí. Un cambio de rumbo radical respecto a la narrativa nacionalista dominante durante décadas en Armenia.
El borrador del acuerdo incluye 17 artículos, de los cuales dos eran los últimos puntos pendientes y fueron resueltos la semana pasada. Estos se referían, por un lado, al compromiso mutuo de no desplegar fuerzas extranjeras a lo largo de la frontera, y por otro, a la retirada de demandas en tribunales internacionales, como la Corte Internacional de Justicia o el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Este último punto busca cerrar un capítulo legal que, de no resolverse, podría convertirse en una fuente constante de fricción bilateral.
Sin embargo, hay aspectos aún no resueltos, como la exigencia de Bakú de que Ereván reforme su Constitución para eliminar cualquier referencia implícita…